Delante
de mí tengo una colmena humana, un panóptico de 54 celdas que puedo
contemplar con total impunidad. Seis
por seis
metros cuadrados cada una, las
mismas medidas que ésta desde la
que observo. Después del mediodía, en los breves momentos en que el
sol da de pleno, algunas bajan los estores, aunque en general
prefieren la luz plena, pero no se adivina un interés por lo que
suceda
en el exterior, apenas
alguien que mire afuera, vueltos hacia adentro, de espaldas al
ventanal y al mundo Hoy es domingo, las piezas están más
concurridas, algunas atestadas, otras con una simple pareja y en
otras
muchas, donde no hay movimiento, en la penumbra se adivina un
paciente solitario. A simple vista, en el ruido de la habitación se
ven más mujeres y en las piezas solitarias, hombres. Si tiene razón
Lisa
Taddeo y el sexo y la muerte son los dos únicos temas que nos
importan, el primero está desterrado de este ambiente higienizado,
este es el lugar donde la muerte nos convoca para retrasar el plazo o
para acelerarlo.
En
estos tiempos en que se exalta el miedo, y algunos encuentran una
complacencia en la amenaza y en el anuncio del apocalipsis
(climático, económico, pandémico), estar en una jaula al cuidado
de especialistas que medican, alimentan y velan, puede ser el sueño
del hombre que se ve de golpe desvalido, incapaz de comprender el
mundo y su amenaza. Y hasta podría pensar que ofrece las mejores
condiciones para aceptar con serenidad la buena muerte.
Miro
las celdas en una pausa de mi lectura: Opus
nigrum.
Me cansa, no consigo interesarme en la historia de Zenon y Henri
Maximilien, de Hilzonde y de los anabaptistas de Münster, una
historia que tenía ahí en la memoria, una de
las novelas
que hay
que leer. No me dice nada, no
me da una información que necesite para hacerme más sabio o mejor
persona. Me interesaría, en cambio, saber de las personas que tengo
en frente, su peripecia vital, sus cuitas, sus amores y desengaños,
sus esperanzas y dolores, como los de las personas que comparten esta
misma habitación. La pareja de ancianos, 88 y 89 años, que han
llegado hasta aquí con la
justa combinación
de cariño y reproche que
han aceptado para vivir juntos,
de
dominio de ella y sumisión no del todo aceptada por
él; del hijo viejuno que ahora les acompaña, que
no
ha perdido del todo la juventud pero cuyo
rostro ya es viejo, con una devoción no disimulada hacia sus padres,
mezcla de obediencia debida, respeto y amor filial, y la nieta, hija
del viejuno, que viene de correr y ganar una prueba de atletismo,
franca, espontánea, con una vitalidad que se sobrepone a todo, que aun no conoce la dependencia. Las personas que vislumbro a lo lejos, sin
distinguir los rasgos propios, las heridas acumuladas o los goces, y
estas de al lado son lo único que tiene interés. Yourcenar está
muerta, como lo están casi todos los escritores de los que se ocupan
los suplementos culturales. Están
muertos porque la biología es inmisericorde y porque los valores
eternos del arte no duran más que un parpadeo.
Salma.
Salma.
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