Alguien
ha armado un payaso de vivos colores sobre una tela de arpillera.
Nos detenemos delante, señalo los pantalones, la chaqueta, la boca y
los ojos, la nariz y el pelo, cada uno de un color, y hago que me los
vaya diciendo. No acierta, recuerda los nombres pero no los asigna
correctamente, a casi todos les llama 'morado'. Cuando le corrijo,
dice aivá,
amarillo, claro.
Pasamos
a
las paralelas y luego a la rueda que gira. La empujo levemente por la
espalda para que se mueva o me pongo delante y le digo que venga
hacia mí. Se queda parada como si no me viese o su mente
no transmitiese las órdenes. El tiempo se ha dilatado para ella,
como si no corriera, tendiendo a la inmovilidad. Corro los visillos
para que mire cómo cae la lluvia, la caravana de camiones a lo
lejos, los perros que juegan en el patio de enfrente. Cómo corren,
se pelean. Se va reanimando, soltando palabras, levantando la cabeza
hundida.
Cojo
un cono lleno de arandelas de plástico de colores y lo pongo sobre
una mesa. Cada arandela es como un donus que ha de encajar en el
cono. Le digo que los coja de uno en uno y los encaje. Ahora acierta
un poco mejor con el nombre de los colores, un 50 por ciento de
aciertos. Le señalo una planta de plástico que hay en otra mesa,
hago que toque los
pétalos, las
hojas, no puede con el blanco y el verde. Caminamos un poco hasta
llegar ante un par de macetas de
melisa que
hay junto a la escalera. Hago que las toque, que las palpe entre los
dedos. Le digo que es un ser vivo como nosotros, que vea la textura
tan diferente. Más adelante junto a la ventana trasera hay otro
tiesto con una
planta con hojas anchas y largas.
Se entretiene largamente en su hoja carnosa, raya con la uña la
superficie pegajosa. Le hablo como si
fuese Lucía, con la misma ternura, como si también ella tuviese que
aprender los nombres y consistencia de las cosas, a reconocer las
sensaciones con las que nos unimos a ellas. Pienso, me gustaría
cogerla en brazos y mecerla como haría con mi nieta.
Miramos
los cristales empapados de la ventana, los gotas deslizándose, la
atmósfera acuosa envolviendo las casas, los árboles, el monte a lo
lejos. Cómo
no me voy a acordar,
dice cuando le pregunto por el monte de Castrillo. Los campos están
encharcados como hace años que no veía en la planicie remolachera,
entre el arroyo y el río. Destellan cuando se rompe una nube y el
Sol se asoma un instante antes de volverse a ocultar. Un tren recorre
silencioso los márgenes del río, lo señaló y solo entonces se
agita su cuerpo con un rastro de emoción. Al volver sobre nuestros
pasos le pregunto cuántos donus hay sobre el cono, dice, tres, seis,
nueve, diez. Sorprendentemente acierta, hay diez. Ahora recuerda
mejor los colores, cuando nos paramos de nuevo ante el payasete
aunque no da con el azul de la pajarita.
Al
otro lado de la ventana el mundo es gris. Rachas de viento frío
zarandean los árboles desnudos. Le señalo cada cosa que está al
alcance de la vista, pero la sorprendo con los ojos cerrados y la
cabeza gacha, como si al mismo tiempo que se le borran las palabras
desapareciese el mundo exterior.
La
lluvia cae sobre el parabrisas mientras tecleo, uniforme, rítmica,
música natural para el corazón herido.
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