domingo, 22 de diciembre de 2019

Un payaso de vivos colores



Alguien ha armado un payaso de vivos colores sobre una tela de arpillera. Nos detenemos delante, señalo los pantalones, la chaqueta, la boca y los ojos, la nariz y el pelo, cada uno de un color, y hago que me los vaya diciendo. No acierta, recuerda los nombres pero no los asigna correctamente, a casi todos les llama 'morado'. Cuando le corrijo, dice aivá, amarillo, claro. Pasamos a las paralelas y luego a la rueda que gira. La empujo levemente por la espalda para que se mueva o me pongo delante y le digo que venga hacia mí. Se queda parada como si no me viese o su mente no transmitiese las órdenes. El tiempo se ha dilatado para ella, como si no corriera, tendiendo a la inmovilidad. Corro los visillos para que mire cómo cae la lluvia, la caravana de camiones a lo lejos, los perros que juegan en el patio de enfrente. Cómo corren, se pelean. Se va reanimando, soltando palabras, levantando la cabeza hundida.

Cojo un cono lleno de arandelas de plástico de colores y lo pongo sobre una mesa. Cada arandela es como un donus que ha de encajar en el cono. Le digo que los coja de uno en uno y los encaje. Ahora acierta un poco mejor con el nombre de los colores, un 50 por ciento de aciertos. Le señalo una planta de plástico que hay en otra mesa, hago que toque los pétalos, las hojas, no puede con el blanco y el verde. Caminamos un poco hasta llegar ante un par de macetas de melisa que hay junto a la escalera. Hago que las toque, que las palpe entre los dedos. Le digo que es un ser vivo como nosotros, que vea la textura tan diferente. Más adelante junto a la ventana trasera hay otro tiesto con una planta con hojas anchas y largas. Se entretiene largamente en su hoja carnosa, raya con la uña la superficie pegajosa. Le hablo como si fuese Lucía, con la misma ternura, como si también ella tuviese que aprender los nombres y consistencia de las cosas, a reconocer las sensaciones con las que nos unimos a ellas. Pienso, me gustaría cogerla en brazos y mecerla como haría con mi nieta.

Miramos los cristales empapados de la ventana, los gotas deslizándose, la atmósfera acuosa envolviendo las casas, los árboles, el monte a lo lejos. Cómo no me voy a acordar, dice cuando le pregunto por el monte de Castrillo. Los campos están encharcados como hace años que no veía en la planicie remolachera, entre el arroyo y el río. Destellan cuando se rompe una nube y el Sol se asoma un instante antes de volverse a ocultar. Un tren recorre silencioso los márgenes del río, lo señaló y solo entonces se agita su cuerpo con un rastro de emoción. Al volver sobre nuestros pasos le pregunto cuántos donus hay sobre el cono, dice, tres, seis, nueve, diez. Sorprendentemente acierta, hay diez. Ahora recuerda mejor los colores, cuando nos paramos de nuevo ante el payasete aunque no da con el azul de la pajarita.

Al otro lado de la ventana el mundo es gris. Rachas de viento frío zarandean los árboles desnudos. Le señalo cada cosa que está al alcance de la vista, pero la sorprendo con los ojos cerrados y la cabeza gacha, como si al mismo tiempo que se le borran las palabras desapareciese el mundo exterior.

La lluvia cae sobre el parabrisas mientras tecleo, uniforme, rítmica, música natural para el corazón herido.


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