martes, 10 de diciembre de 2019

El turista desnudo



La cultura turística (un buen modo de describir nuestra cultura en general) ha dejado de pensar en envejecer o en cómo hacerlo con elegancia y dignidad, y eso se debe a que ha dejado de pensar en términos de experiencia. La premisa en que se basa la economía turística, a fin de cuentas, es que la experiencia puede comprarse con dinero, que puede mercantilizarse. Incluso las potentes interacciones entre adultos han desaparecido casi por completo de la superficie de la cultura. ¿Hay que ir hasta Papúa para reencontrarlas?”

Exploradores, conquistadores, viajeros, mercaderes, antropólogos, turistas, escalones del movimiento del hombre alrededor del mundo. ¿Son asimilables?, ¿qué queda de todo eso? Mientras la Tierra se ha ido achicando gracias a la exploración, la demografía y la tecnología, la necesidad del hombre de moverse ha ido en aumento. Pero qué queda por ver, adónde ir. No todos tenemos las mismas necesidades, a muchos les basta con un lugar de descanso en una playa a otros, también en el turismo hay grados, un lugar exótico de emociones pagadas, controladas y seguras que nos haga vivir la experiencia de lo diferente y extraño como un paréntesis en la vida acomodada. Para el gusto pequeñoburgués, conviene recordar que, ahora que la empresa acaba de cerrar el negocio, Thomas Cook inventó el turismo tal como lo conocemos, en Leicester el 5 de julio de 1841: ese día organizó una ruta en la ciudad para 500 personas a un chelín. Luego puso en marcha los viajes organizados, a la Expo de Londres, a Venecia, un crucero por el Nilo. Entonces era posible distinguir entre el viajero, producto de la alta burguesía que se daba el lujo de cogerse un año recorriendo mundo en el llamado grand tour, antes de dedicarse plenamente al negocio familiar, y el turista de Cook, el que nos viene a la cabeza cuando pensamos en Benidorm, Venecia, Bali, los cruceros que desembarcan en las Ramblas de Barcelona, en las compañías low cost o en viajes organizados a lugares remotos, también en la comida basura y en los hoteles atestados junto a playas atestadas. ¿Tiene sentido ahora tal distinción? ¿Hay diferencia entre turista y viajero? Lawrence Osborne intentó recorrer esa distancia en su libro, El turista desnudo, Pedro Bravo, más modesto, en su Exceso de equipaje se ocupa del negocio y del estrago.

El viajero contemporáneo parte de un doble impulso, abandonar la piel decadente con que nos cubre la civilización y encontrar al salvaje incontaminado. Lawrence Osborne se embarca en ese viaje. Recorre primero los lugares que el turista ha ido corrompiendo. El turista como el científico cuántico modifica la realidad mientras la observa. Lugares que representaron el ideal de pureza, como Bali, han dejado de serlo. Los naturales se han prostituido, en todas las acepciones del término, como antes lo hizo Venecia, para satisfacer los gustos de los invasores. Las agencias de viaje, los complejos hoteleros han ido invadiendo lugares que los exploradores del pasado o los antropólogos del presente señalaban como lo otro, lo diferente. Dan satisfacción al occidental necesitado de experiencias, elevan de nivel de vida al nativo, un proceso de asimilación que destruye al mismo tiempo que construye. ¿A qué lugar ir, ahora mismo? Osborne se va desplazando hacia el oriente, siguiendo la ruta asiática, aquella que abrió la agencia Cook con su iniciático viaje por el Nilo y completaron Margaret Mead con sus Cartas de una antropóloga y Levi-Stausss con sus Tristes trópicos: desde el paraíso de cemento construido de la nada en los emiratos del Golfo, Dubái, a las playas de Phuket y el turismo sanitario de Bangkok y el exotismo controlado de Bali. Un impulso que ya antes, a finales de los 60 había llevado a los jóvenes rebeldes hacia algún tipo de fin del mundo, “un peregrinaje en busca de revelaciones”.

El turismo ha hecho del planeta entero una playa, un simulacro, un espectáculo sin fin, pero quizá exista ese lugar no hollado donde aún sea posible la experiencia verdadera. El turista se siente viajero, aunque sin riesgos, quién hoy no tiene casa a la que volver, y cree que durante quince días podrá reencarnar a Robinson Crusoe, trascender el ingrato mundo real (sucio, contaminado, machista) y construir la maravillosa isla paradisíaca que nos promete la utopía. "Aprender a desnudarse", como Gauguin en Tahití, es el verdadero objetivo del turista, el síndrome de Crusoe, lo llama Osborne. Destruido el capitalismo, el patriarcado, muerta la vieja civilización en mí, renacere... 
"Poco a poco la civilización se aparta de mí. He escapado de todo aquello que es artificial, convencional, habitual. Estoy penetrando en la verdad, en la naturaleza." (Paul Gauguin).

Así que Lawrence Osborne, disfrazado de antropólogo turista, parte en busca del último lugar, de la naturaleza pura, del salvaje incontaminado. Ese lugar es la selva de Merauke, en Papúa Nueva Guinea, donde hay tribus que el hombre blanco no ha hollado todavía, como los kombai, no más de 2000 personas, con un tapón en el pene como única vestimenta, con un idioma que no se parece a ningún otro. El libro es un in crescendo de emociones, pasan los capítulos y aumenta la temperatura, la real y la emocional, las páginas se vuelven trepidantes cuando describe las Andamán, Bali, Irian Flavia, Papúa Nuena Guinea, hasta llegar a la tierra virgen de los kombai en la selva, más allá incluso de Jayapura, Wanggemalo, de Wamena, lugar del que pocos han oído hablar. ¿Quienes son los kombai?, ¿qué hay de nuevo en ese lugar?, ¿cómo vuelve uno de un lugar así? ¿qué sucede con aquellos a quienes hemos visitado?
El libro se lee como una novela de aventuras, como una autobiografía intelectual, como una reflexión sobre la vida que llevamos.

...es la angustia del cambio lo que más cuestiona nuestra experiencia del mundo. Nos habíamos hecho las mismas preguntas en la selva: ¿cambiaríamos a los kombai si les dábamos una vela? El mito del turismo se construye en torno a sitios que parecen inmutables: Disneylandia, por ejemplo, no cambia demasiado, ni tampoco el complejo turístico estándar. Los entornos turísticos son una forma de fingir que la muerte no nos vencerá. Su ambiente es un presente eterno; parece que, en su interior, se haya conseguido ingeniosamente detener el tiempo. Pero ¿qué sucede cuando el turista vuelve al mismo lugar treinta años después? ¿Alguna vez el sitio le parece mejor? No es muy probable”.

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