martes, 10 de septiembre de 2019

Color local


Paseo por la pequeña ciudad de Karakol (muñeca negra), junto al lago Issyk-kul. El cielo hacia el noreste petardea, me lo tomo con calma. Hacia el sur brillan los últimos destellos de sol sobre las montañas blancas recién nevadas. Anoche cayó la primera nevada. Los nómadas kirguises no hace mucho que bajaron de los valles montañosos. El país es tan montañoso como Suiza y me aseguran que el 40 % del territorio está por encima de los 3000 metros. Hay que adentrarse en sus profundos valles, como el de Jeti-Orguz (Siete Toros), con fantásticos modelados de arenisca rojiza, cada uno con su cuento, para adivinar la vida que llevaba esta gente antes de su sedentarización. Ahora las yurtas que se ven son campamentos para turistas rusos y europeos (hasta que vengan los chinos) y los cetreros con águilas en el brazo, trampantojos para fotógrafos conformistas. También se ven manadas de caballos pastando y unos pocos jinetes a su cargo. Poco queda de los guerreros feroces que vencieron al imperio mogol. Íbamos en pos de una gran cascada pero a mitad de subida una tormenta intensa ha hecho impracticable el sendero de barro.

Esta y otras ciudades, si así se pudieran llamar, son jóvenes, extensas. El imperio del zar llegó aquí a finales del XIX, construyó la catedral ortodoxa y la mezquita, ambas de madera, como las casitas unifamiliares con jardincillos a pie de calle que ahora contemplo, algunas con un par de vacas pastando en ellos. Los tejados son de uralita o de hojalata, con frontones en las fachadas y en algún caso con columnas de madera que imitan a las clásicas. Pocas tienen visillos en las ventanas. A su través se ven habitaciones cuya luz mortecina muestra papel pintado con sencillas geometrías arabescas. 

Camino por una larguísima avenida, la de Moscú, buscando la mejor instantánea del dorado fugaz que ilumina el pico que corona la calle. Cuanto más me acerco, más se aleja y el sol se va apagando. Me cruzo con un hombre en bici, muchachos que parlotean y alguna chica que habla en voz alta con su teléfono. La calle tiene un tramo de buen asfalto, luego de piedra prensada y por fin tierra endurecida y muy bacheada. A medida que desaparece al alumbrado público, fluorescentes titilantes, se enciende el interior de las casas, con luces de colores que en algún caso dan el aspecto del karaoke, con música en el interior, y en otras de cuevas habitadas por falsas princesas.

A las 19:22 exactamente, al final de la avenida, el muecin llama a la oración, aunque sin mucha insistencia. El proselitismo está prohibido en el país tras algunos años de manga ancha y de oscura competencia entre tribus protestantes e islamistas del golfo. Lejos de la gran ciudad aparecen más mujeres con túnicas gruesas y pañuelos en la cabeza. En los hombres no he visto vestimentas especiales.

De golpe cae la noche. Doy la vuelta. La tralla eléctrica rompe el manto negro hacia el norte. Aceleró el paso. A medida que me acerco al centro, veo la gasolina a mitad de precio que la nuestra, oficinas de cambio y farmacias, tantas que no adivino su porqué, también cafés y tiendas multiuso con mucha licorería. Los coches se muestran respetuosos con las señales y con el ceda el paso para los peatones. En eso son poco orientales. Más lo son en la cartelería colorista que cubre las fachadas a ambos lados de la carretera principal.


Aunque Karakol fue una ciudad soviética prohibida, por el secreto de los torpedos que ensayaban en el lago, hoy es quizá el lugar adecuado para ver el secreto del kirguís, si tal cosa existiese. Persisten las montañas nevadas, los valles alpinos, las cascadas y las aguas bravas, la estepa fronteriza, el alto lago y el decorado de yurtas, caballos y águilas que uno esperaría encontrar. Aunque enseguida se ve que todo es atrezzo para sacar algún dinerillo. 

Cuando llego a la avenida principal la trompetería y electricidad me impresionan. Llueve con fuerza cuando llego al hotel.

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