lunes, 22 de julio de 2019

En la catedral



Es como si nada hubiese cambiado. El mitin Dios del obispo, las primeras filas para las autoridades municipales y autonómicas, uno y otro partido, la nave central para lo invitados, las naves laterales y del crucero para el vulgo. Octavo centenario de la catedral. Ocasión única. El día señalado para la venta de entradas, un minuto después de las doce del mediodía, hora señalada, ni en Internet ni en taquillas quedaban para tener visión de la orquesta (nave central), solo sin vistas (laterales). Y hoy, día del acontecimiento, los que han pagado han tenido que hacer cola, larga cola bajo este calor inédito que sacude los cimientos de la ciudad, para llegar a la zona del pueblo, sin vistas o solo pantalla de televisor. Los invitados iban llegando cuando faltaban segundos para el comienzo. Pomposos, trajeados, estirando el cuello como marmotas, esnifando con el hocico el aire de la ocasión.

Qué decir del concierto. El Réquiem de Mozart es una de las obras que casi siempre me emociona. Delante la Orquesta y Coro del Teatro Real. Solo algún momento aislado, lentos y piano, alguna entrada del coro, como si la gran masa orquestal no pudiese ser absorbida por la piedra y a las voces solistas les costase despegar, imponerse. Ni el lacrymosa. Quizá también mi posición esquinada, tapado por un pilar del cimborrio. Al final aplausos, muchos, largos, incansables aplausos. El público aplaudiéndose a sí mismo. La música está reñida con el acontecimiento social, pierde su aura. La música en estos conciertos es como la retransmisión que las teles hacen de las grandes tardes en el Congreso. Cada poco interrumpen al orador para que el comentarista vaya explicando que hay que entender, cómo interpretarlo. Mozart no escribió música en el Réquiem sino un diseño, una confluencia espacio temporal de los poderes y las representaciones.



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