Es
como si nada hubiese cambiado. El mitin Dios del obispo, las primeras
filas para las autoridades municipales y autonómicas, uno y otro
partido, la nave central para lo invitados, las naves laterales y del
crucero para el vulgo. Octavo centenario de la catedral. Ocasión
única. El día señalado para la venta de entradas, un minuto
después de las doce del mediodía, hora señalada, ni en Internet ni
en taquillas quedaban para tener visión de la orquesta (nave
central), solo sin vistas (laterales). Y hoy, día del
acontecimiento, los que han pagado han tenido que hacer cola, larga
cola bajo este calor inédito que sacude los cimientos de la ciudad,
para llegar a la zona del pueblo, sin vistas o solo pantalla de
televisor. Los invitados iban llegando cuando faltaban segundos para
el comienzo. Pomposos, trajeados, estirando el cuello como marmotas,
esnifando con el hocico el aire de la ocasión.
Qué
decir del concierto. El Réquiem de Mozart es una de las obras que
casi siempre me emociona. Delante la Orquesta y Coro del Teatro Real.
Solo algún momento aislado, lentos y piano, alguna entrada del coro,
como si la gran masa orquestal no pudiese ser absorbida por la piedra
y a las voces solistas les costase despegar, imponerse. Ni el
lacrymosa. Quizá también mi posición esquinada, tapado por
un pilar del cimborrio. Al final aplausos, muchos, largos,
incansables aplausos. El público aplaudiéndose a sí mismo. La música está reñida con el acontecimiento social, pierde su aura. La
música en estos conciertos es como la retransmisión que las teles
hacen de las grandes tardes en el Congreso. Cada poco interrumpen al
orador para que el comentarista vaya explicando que hay que entender,
cómo interpretarlo. Mozart no escribió música en el Réquiem sino
un diseño, una confluencia espacio temporal de los poderes y las
representaciones.
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