Pero
para etapa bonita, la última, no porque se acabara el camino, yo no
quería, lo hicimos demasiado rápido, sino porque los lugares de
paso, el bosque, la umbría, los sotos, los emparrados interminables
que íbamos atravesando no los hay en las etapas anteriores.
Para
empezar, el puente viejo o Puente del Burgo, del que deriva el nombre
de la ciudad de la que nos despedíamos, tan elegante, emergiendo de
las sombras de la mañana,
y
luego las aldeas con sus iglesias románicas o barrocas, los puentes
medievales, los pequeños saltos de agua, los hórreos, Padrón,
Cela
en Iria Flavia, con un par, que antes que el escritor diera fama a la
ciudad ya era famosa por tener la primera catedral de Galicia.
Y
Santiago, por fin, para coronar mi quinto camino.
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