sábado, 18 de mayo de 2019

Historias que Thoreau cuenta en Walden


El insecto 

Todo el mundo ha oído contar la historia que circula por Nueva Inglaterra del fornido y hermoso insecto que salió de la tabla seca de una vieja mesa de madera de manzano y que había estado en la cocina de un granjero durante sesenta años, primero en Connecticut y luego en Massachusetts, de un huevo depositado en el árbol vivo muchos años antes, como se vio al contar las capas anulares a su alrededor. Lo oyeron roer durante semanas, tal vez empollado por el calor de una cafetera. ¿Quién no siente fortalecida su fe en la resurrección y la inmortalidad al oír esto? ¡Quién sabe qué hermosa y alada vida —cuyo huevo ha estado sepultado durante años bajo muchas capas concéntricas de rigidez en la seca vida muerta de la sociedad, depositado al principio en la albura del árbol verde y vivo, gradualmente convertido en la semblanza de su tumba acondicionada, una vida a la que tal vez la asombrada familia del hombre, sentada a la mesa festiva, haya oído roer durante años— podrá salir inesperadamente del mobiliario más trivial y usado para disfrutar, por fin, su perfecta vida de verano!

La granja

Mi imaginación me llevó tan lejos que incluso me negaron varias granjas —la negación era cuanto me faltaba—, pero nunca me quemé los dedos con la verdadera posesión. Lo más cerca que estuve de la verdadera posesión fue cuando compré el terreno de Hollowell, empecé a ordenar mis semillas y reuní los materiales con los que fabricar una carretilla para transportarlas; pero antes de que el propietario me diera la escritura, su esposa —todo hombre tiene una esposa así— cambió de opinión, quiso conservarla y me ofreció diez dólares por cedérsela. Por decir verdad yo no tenía sino diez centavos y superaba mi aritmética saber si era yo quien tenía diez centavos, o quien tenía una granja, o diez dólares, o todo junto. Sin embargo, dejé que se guardara sus diez dólares y también la granja, porque había llegado muy lejos o, más bien, por ser generoso, le vendí la granja por cuanto le había dado por ella y, como no era rico, le regalé diez dólares y aún me quedaron mis diez centavos y las semillas y los materiales para una carretilla. Así descubrí que había sido un hombre rico sin perjuicio de mi pobreza. Pero conservé el paisaje y desde entonces me he llevado anualmente cuanto producía sin carretilla. Respecto a los paisajes:

Soy un monarca de cuanto examino.
No hay quien dispute mi derecho

John Farmer y la flauta

John Farmer se sentó a su puerta una tarde de septiembre, tras un duro día de trabajo, y aún seguía pensando en su labor. Una vez se hubo bañado, se sentó a recrear su hombre intelectual. Era una tarde más bien fría y algunos de sus vecinos temían que cayera la helada. No había seguido del todo la marcha de sus pensamientos cuando oyó que alguien tocaba una flauta, y aquel sonido armonizó con su estado de ánimo. Aún pensaba en su trabajo, pero el grueso de su pensamiento era que, si bien seguía dándole vueltas y se encontraba haciendo planes y maquinaciones contra su voluntad, le preocupaba muy poco. No era sino la costra de su piel, que continuamente se desprendía. Pero las notas de la flauta llegaban a sus oídos desde una esfera diferente a aquella en la que él trabajaba y le sugería que desarrollase ciertas facultades que estaban dormidas. Esas notas borraban la calle, la ciudad y el estado donde vivía. Una voz le dijo: «¿Por qué sigues aquí y llevas esta mezquina vida afanosa, cuando podrías tener una existencia gloriosa? Esas mismas estrellas parpadean en otros campos». Pero ¿cómo escapar de esta condición y emigrar realmente allí? Todo lo que pudo pensar fue en practicar una austeridad nueva, dejar que su alma bajara a su cuerpo y lo redimiera y tratarse a sí mismo con respeto siempre creciente.

El cárabo

Una tarde me divertí observando un búho listado (Strix nebulosa), posado en una de las ramas muertas inferiores de un pino blanco, cerca del tronco, en pleno día, a una vara de donde yo me encontraba. Me oyó cuando me moví y crujió la nieve bajo mis pies, pero no podía verme con claridad. Al hacer más ruido estiró el cuello y erizó las plumas y abrió los ojos por completo, pero pronto volvieron a cerrársele los párpados y empezó a dormitar. También yo me sentí somnoliento tras observarlo durante media hora, mientras él descansaba con los ojos semiabiertos, como un gato, el hermano alado del gato. Apenas había un resquicio entre sus párpados, gracias al cual mantenía conmigo una relación peninsular, con los ojos semicerrados, mirando desde el país de los sueños y procurando percatarse de mi presencia, un vago objeto o mota que interrumpía sus visiones. Al cabo, a causa de un ruido mayor o de mi cercanía, empezó a inquietarse y perezosamente se removió en su pértiga, molesto por que hubieran turbado sus sueños, y cuando alzó el vuelo y aleteó hacia los pinos, extendiendo unas alas de tamaño inesperado, no oí el menor sonido. Guiándose en la espesura por un delicado sentido de la proximidad de las ramas más que por la vista, advirtiendo su trayectoria crepuscular, por así decirlo, con sus sensibles alas, encontró una nueva pértiga donde esperar en paz el amanecer de su día.

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