“Cuando escribimos ficción, escribimos en el ámbito que conocemos. Pero también escribimos con la esperanza de que lo que escribimos llegue a otras personas. Esperamos, mediante el espectral arte de la literatura, engañarnos para divulgar verdades que no sabemos que sabemos”.
Teju
Cole me impresionó hace dos años cuando leí Ciudad abierta,
una literatura deambulatoria por las calles de Nueva York. Ben Lerner
ya lo había hecho antes por las calles de Madrid en Al salir de
la estación de Atocha, ambos
trasladan el pálpito de la vida a sus libros, sean poesía, ensayos
o novela. En Cosas conocidas y extrañas,
Cole recoge un puñado de ensayos, una parte dedicada
a sus lecturas, otra a la fotografía, la otra actividad artística
de Teju Cole, y una última a crónicas periodísticas de actualidad.
No todos tienen el mismo interés, y cuando
el yo se impone al asunto,
cosa común en
los escritores cuando alcanzan cierta
nombradía, se vuelven
prescindibles. Cuando acierta, dice cosas que
otros no han dicho y te hace ver a
Naipaul, a Trandtrömer
o a
Derek Walcott de un modo
distinto a como los habías leído.
Sus crónicas periodísticas
son casi todas prescindibles, su
viaje a Roma es un ejemplo del yo montado en la obviedad.
Se salvan las que adoptan la forma del relato, entonces son
brillantes. Es el caso de las dedicadas a Nigeria, su país de
origen, con esa cosa tan
increíble del robo del pene,
o la dedica a la
frontera de la inmigración entre México y EE UU o
el último relato dedicado a
una ceguera momentánea, la
papiloflebitis, que le afecta y asusta. A Teju
Cole le gustan las citas,
fragmentos de poesía, fotografías. Hace
acopio de unas
cuantas,
algunas se agotan en el
ingenio, como esta de Goethe:
“El color es la expresión y el sufrimiento de la luz” o
la de Oscar
Wilde: “Sólo las personas superficiales no juzgan por las
apariencias. El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo
invisible”, pero
otras te hacen pensar y comprender el matiz exacto de lo que quiere
hacerte ver.
Aunque
a mí lo que más me ha
interesado son sus comentarios sobre el arte de la fotografía, quizá
porque soy un palurdo en ese
arte. Hace comentarios
técnicos y sabios
y descubre a fotógrafos que yo desconocía. Por
ejemplo, Glenna Gordon fotografiando objetos encontrados
de las chicas que fueron secuestradas por Boko Haram en Nigeria, ya
que su secuestro y cautividad no podían fotografiarse.
Es posible que la blusa azul
con el nombre de la chica
escrito en el cuello, Hauwa Mutah, una
chica que quería ser bioquímica,
tenga más fuerza que si viésemos una foto suya, o el pijamita sucio
de un bebé tirado en el suelo, hecha después del genocidio de
Ruanda por Gilles Peress. También
nos descubre a partir de la
foto que DeCarava hizo de una manifestante negra, en las marchas de Mississipi, de 1963, la
dificultad para captar la piel negra por los mecanismos mal
calibrados de las cámaras y el trabajo de los fotógrafos para
ponerlo en evidencia, incluso para hacerla más oscura y llevarla
hasta el límite de lo sospechoso. La
fotografía vale, como cualquier arte, si nos muestra el mundo no si
lo enmascara. ¿Cuántos millones de fotografías se han hecho en el
último año? ¿Cuántas han quedado libres de los filtros
embellecedores que les aplicamos voluntariamente o que dejamos que lo
hagan los algoritmos que aplican las cámaras o los almacenes de
fotos en la nube?
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