Hay
que ir desatendiendo los reclamos, las incitaciones, separando del
ruido los signos que pugnan por decirnos algo con significado,
desechando todo lo vano, lo que nos conmina a hacer
lo que no deseamos y aquello que se empeña en hacernos desear, pero
también lo que se nos presenta envuelto en colores amables o sonidos
virtuosos, lo que despierta en nosotros amor o piedad o compasión,
incluso debemos desechar lo que nos tienta como bondad, halagándonos
como generosos o altruistas, antes de disponernos a la escucha,
liberados de toda incitación, de todo comercio con las cosas, para
ir probando sonidos desinteresados, aunque llegados ahí, las
palabras nos sobran, nos sobran los sonidos engarzados en discursos,
las cadenas de significado, incluso las frases completas como
círculos cerrados que son promesas o predicciones o alabanzas,
¿acaso no estamos acostumbrados a su engaño?, hasta las palabras
sueltas que rozan nuestras mejillas como besos, la propia música ¿no
intenta ordenar, componer en nuestro oído estructuras de obediencia
y dirección? En ese largo camino de desbastación que tanto nos
exige tan solo queda un estado para llegar al corazón, allí donde
se manifiesta la divinidad, el silencio.
Pero
dónde está, cómo allegarnos. Se diría que en el campo, pero no
nos liberaremos de los trinos en las vastas extensiones de los
trigales que ahora verdean, del crujir de los cables tendidos entre
las torretas, ni siquiera si remontamos los valles podremos huir de
la primavera alborotada de alondras y cuclillos, del aleteo de
águilas y cuervos, aun cuando tuviésemos la suerte de no topar con
la maquinaria de los agricultores, los reactores y su estela sucia,
los senderistas que lo colonizan todo. El campo es un gran incitador.
Sólo se me ocurre la puerta abierta de las iglesias, los bancos
vacíos, las luces apagadas, incluso aunque algún turista se detenga
ante un capitel o una figura de retablo, cabe cerrar los ojos y
guarecerse dentro de sí, atento a la dispensa.
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