Comíamos,
ella con la lentitud acostumbrada, deshaciendo un muslito de pollo
con el cuchillo, desechando la piel. Al final se lo hemos desmenuzado
para que fuese más rápido. Yo le cortaba un kiwi en trocitos sobre
el plato, cuando de pronto se ha quedado inmóvil, lívida, con la
comida en la boca. No respondía, no se movía, exánime o eso me ha
parecido. Le hemos sacado la comida de la boca. Poco a poco, sujeta
en mis brazos, el peso de su cuerpo ha ido cediendo hasta caer la cabeza sobre
la mesa. He llamado al 112. He creído que no respiraba, la cara
izquierda sobre el tapete, los brazos caídos. Me han dicho que la
tendiese en el suelo, pero justo entonces he visto un atisbo de
movimiento en sus labios. La he incorporado como he podido,
cogiéndola por las axilas, arrastrándola hasta el sofá. Le he
extendido los pies sobre un taburete, pero mientras preparaba las
cosas y le hablaba, su cuerpo iba cediendo hacia la izquierda. Tiene
la tensión increíblemente baja, han dicho. Han descartado un ictus
o un derrame. La ambulancia se la ha llevado al hospital.
He
recorrido más de medio hospital vacío para llegar a urgencias. En
una sala un hombre con el ojo izquierdo y la cabeza vendados, solo,
manejaba un móvil con ambas manos. En un largo pasillo, que he cruzado dos veces desorientado, un par de
enfermeras peripatéticas hablaban sobre alguien que enviaba mensajes
a una de ellas, equivocadamente. En la sala reservada de urgencias,
he esperado a las pruebas. Análisis, electro, radiografía de tórax, visión.
En frente del reservado del módulo donde esperamos, una enfermera o
auxiliar o celadora teclea en un móvil de tapa escarlata. En la
larga espera de más de dos horas apenas se ha levantado un par de
veces para volver enseguida a sentarse y enfrascarse de nuevo en el
móvil. La doctora es joven, mira los informes, me pregunta sobre su
estado, si es diferente de lo normal, si encuentro diferencias entre
antes y después del incidente, apenas la toca, teclea y mira la
pantalla del ordenador. Al final decide que no la ingresa. Soy yo
quien hace el diagnóstico: mientras comíamos se ha confundido de
pastilla, ha cogido la amarilla clara en vez de la que le
correspondía de un amarillo más oscuro. Carbidopa/levodopa en lugar
de clozapina, claramente contraindicada contra el parkinson. No está
segura pero esa puede ser la causa de la hipotensión, coincide.
Cuando la tarde ha pasado, la
enfermera y yo la vestimos. Está parlanchina, aunque es difícil
entender qué dice. Hemos cambiado de sala para esperar a la
ambulancia de vuelta a casa. Dos chicas jóvenes, muy jóvenes, una
de piel y pelo claros, la otra guapa y claramente más oscura, están
custodiadas o acompañadas por cuatro policías. Uno de ellos, el que
se ha quedado en la sala junto a la chica morena, inclinado en una
butaca, ceñido por un chaleco, mueve arriba y abajo la pantalla del
móvil. Los otros han salido con la chica más blanca. Por una puerta
entreabierta se ve cómo la examinan.
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