La
vida se nos escapa, inclemente. Meditaba yo, melancólico, sobre esa
verdad, pensando en el raro privilegio de tener a mis hijos, y
algunos nietos, junto a mí, estos días y comprobando con desaliento
que su interés y el mío sobre las cosas y el mundo es tan
divergente como de hecho el mio y el de mi madre, ya sin memoria la
pobre, que parece que vivamos en mundos distintos o paralelos, con un
libro de Trapiello entre manos, El rastro, pues la vida ha
quedado reducida para mí a hacerla resbalar por las páginas de un
libro, pasando la vista sobre las líneas sin mucha atención, cuando
he sido asaltado por una mujer que me ha preguntado de sopetón hasta
dónde llegaba mi interés por el libro. Lo que me ha molestado, más
que el asalto, es que, mientras ha durado la conversación, ella de
pie, yo sentado, no se haya apeado del usted. Tal tratamiento debía
de haber inclinado la balanza pero soy débil y sentimental. Le he
sugerido que esperase, y ha ido a sentarse enfrente, sin
desabrocharse el abrigo de pelo, hojeando una revista, tras unas
gafas oscuras con una pequeña transparencia en el borde inferior,
mientras acababa yo el largo prólogo, con algunas, pocas, frases de
interés, y pensando cómo podría la mujer ver entonces lo que nos
mira, las personas, los libros viejos, las cosas sin contexto ni
marco que Trapiello ve en el rastro, si impedimos que alguien pueda
vernos, o ¿no se trata de eso en los libros?, como Benjamin y Franz
Hessel quisieron acreditar leyendo en sus paseos la ciudad de Berlín
en los años 30, en cita liminar del libro de Trapiello, Sólo
vemos lo que nos mira, pero, impaciente, ha vuelto de nuevo a la
carga, poniéndose de pie y arqueando hacia mí su cuerpo,
apretándome para que pidiese el libro en préstamo o lo dejase,
informándome sobre las normas del préstamo y la reserva, sin
apearse del tratamiento que tanto me molesta, de modo que he alargado
el brazo para que lo cogiera y la conversación sobre los variados
volúmenes disponibles de El salón de los pasos perdidos en
la ciudad no se alargase más y poder volver a mi meditación
sobre el diferente interés o mejor desinterés de los hijos con
respecto a los padres o de los míos sobre mí. Ellos se van y yo me
quedo, allí donde yo esté, con un puñado de libros en las manos,
dando vueltas, ahora, a una idea de Sócrates, la de que unicamente
la sabiduría es la capacidad humana buena en toda circunstancia,
pero o bien Sócrates no comprendía qué es en verdad la vida, de
hecho se suicidó, o bien yo no he entendido qué es en verdad la
sabiduría, pues más confuso o desalentado o melancólico no puedo
estar.
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