miércoles, 2 de enero de 2019

Sólo vemos lo que nos mira




            La vida se nos escapa, inclemente. Meditaba yo, melancólico, sobre esa verdad, pensando en el raro privilegio de tener a mis hijos, y algunos nietos, junto a mí, estos días y comprobando con desaliento que su interés y el mío sobre las cosas y el mundo es tan divergente como de hecho el mio y el de mi madre, ya sin memoria la pobre, que parece que vivamos en mundos distintos o paralelos, con un libro de Trapiello entre manos, El rastro, pues la vida ha quedado reducida para mí a hacerla resbalar por las páginas de un libro, pasando la vista sobre las líneas sin mucha atención, cuando he sido asaltado por una mujer que me ha preguntado de sopetón hasta dónde llegaba mi interés por el libro. Lo que me ha molestado, más que el asalto, es que, mientras ha durado la conversación, ella de pie, yo sentado, no se haya apeado del usted. Tal tratamiento debía de haber inclinado la balanza pero soy débil y sentimental. Le he sugerido que esperase, y ha ido a sentarse enfrente, sin desabrocharse el abrigo de pelo, hojeando una revista, tras unas gafas oscuras con una pequeña transparencia en el borde inferior, mientras acababa yo el largo prólogo, con algunas, pocas, frases de interés, y pensando cómo podría la mujer ver entonces lo que nos mira, las personas, los libros viejos, las cosas sin contexto ni marco que Trapiello ve en el rastro, si impedimos que alguien pueda vernos, o ¿no se trata de eso en los libros?, como Benjamin y Franz Hessel quisieron acreditar leyendo en sus paseos la ciudad de Berlín en los años 30, en cita liminar del libro de Trapiello, Sólo vemos lo que nos mira, pero, impaciente, ha vuelto de nuevo a la carga, poniéndose de pie y arqueando hacia mí su cuerpo, apretándome para que pidiese el libro en préstamo o lo dejase, informándome sobre las normas del préstamo y la reserva, sin apearse del tratamiento que tanto me molesta, de modo que he alargado el brazo para que lo cogiera y la conversación sobre los variados volúmenes disponibles de El salón de los pasos perdidos en la ciudad no se alargase más y poder volver a mi meditación sobre el diferente interés o mejor desinterés de los hijos con respecto a los padres o de los míos sobre mí. Ellos se van y yo me quedo, allí donde yo esté, con un puñado de libros en las manos, dando vueltas, ahora, a una idea de Sócrates, la de que unicamente la sabiduría es la capacidad humana buena en toda circunstancia, pero o bien Sócrates no comprendía qué es en verdad la vida, de hecho se suicidó, o bien yo no he entendido qué es en verdad la sabiduría, pues más confuso o desalentado o melancólico no puedo estar.

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