sábado, 12 de enero de 2019

Piénsatelo



                 Nacen pocos niños, tenemos ese problema. Qué hacer. A veces he oído los gritos y susurros efecto de la tormenta pasional que se desata al otro lado del tabique con un punto de envidia y otro de desesperación, por alterarme el sueño. Cuando vivía en otra ciudad, tocaba los domingos, temprano en la mañana. Los domingos por la mañana, solo los domingos. Acababa de mudarme porque había roto con mi pareja. Los tabiques eran de papel. La cosa no duraba mucho, ella sobreactuaba lo justito, él era escueto, rápido, silencioso, funcional, como excusándose. Una rutina. El polvo más salvaje que he oído fue una noche en Berlín, lado oriental, al poco de la reunificación. Gritos como sirenas de bomberos, jadeos, golpes en los muebles, objetos caídos, la noche entera. No hubo modo de dormir. Mi pareja y yo estábamos aterrorizados pensando que se veía abajo el edificio. Estuvimos una semana en aquella habitación, magnífica, espaciosa, con muebles cómodos y antiguos, la llamamos la habitación de la felicidad. Era nuestro primer viaje lejos de casa. La felicidad era genuina, pero, quizá, pensé, asustado, si no me vería obligado a hacer una demostración como aquella. El polvo estratosférico solo ocurrió esa noche. Yo he procurado ser discreto, sólo durante un breve periodo perdí la discreción, pero siempre fuera de casa.

               El tiempo termina por curar ese exceso. Lo peor es que a menudo el extravío pasional conduce al matrimonio, una institución que en estos tiempos está perdiendo el sentido. Casarse si no hay hijos de por medio o prolongarlo cuando los hijos han abandonado el hogar familiar conduce a la infelicidad. Como en toda institución pronto aparecen las relaciones de poder. Uno se impone y el otro sufre las consecuencias. No hay espectáculo más lamentable que presenciar una discusión de pareja, u oírla a través del tabique. O protagonizarla. La discusión final con mi pareja de Berlín la tuvimos en un parque, al atardecer. Por allí circulaban perros con collar y hombres detrás. Pero aquel día estábamos solos. Había como una placita y bancos alrededor, elevada sobre la ciudad. Estábamos sentados pero de vez en cuando uno se levantaba. La recuerdo con vergüenza, por los reproches mutuos, por la dureza, por la autohumillación. Innecesaria, inútil, banal. Fue cuando tuve que mudarme.

             Y si hay violencia nada puede haber peor. Si la discusión se produce entre extraños y uno está implicado es fácil desentenderse. Allá ese tipo con su carácter. Hasta mañana y adiós. Y si la cosa es grave se interpone una denuncia y haya jueces. Pero en el ámbito familiar la cosa es muy jodida. Hay que volver si uno se ha ido o permanecer un día más y luego otro y acaso otro más y si hay hijos no hay modo de que la cosa termine. Y si eres hombre la cosa no tiene solución. Hablo de hombres normales, no de monstruos. Así que me pregunto, qué beneficios tiene emparejarse. Piénsatelo. Nunca había pensado de este modo hasta hoy, tras oír una discusión de tabique, no sé qué se decían, sólo he oído el ruido, los tonos, la falta de respeto. Y no se trata de la actual confusión en torno a los hombres. Si te emparejas, seas hombre o mujer, tienes que hacer tantas cesiones que, fríamanete, no compensa. Hay un periodo de felicidad y otro de compañía y otro muy largo, muy muy largo de televisores encendidos, silencios ominosos, malas contestaciones y desprecios en que no se avizora el horizonte. Por qué pasar por ese mal trago. Frente al fantasma de la soledad una buena red de amistades mejora con creces el miedo a la falta de compañía.


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