Nacen
pocos niños, tenemos ese problema. Qué hacer. A veces he oído los
gritos y susurros efecto de la tormenta pasional que se desata al
otro lado del tabique con un punto de envidia y otro de
desesperación, por alterarme el sueño. Cuando vivía en otra
ciudad, tocaba los domingos, temprano en la mañana. Los domingos por
la mañana, solo los domingos. Acababa de mudarme porque había roto
con mi pareja. Los tabiques eran de papel. La cosa no duraba mucho,
ella sobreactuaba lo justito, él era escueto, rápido, silencioso,
funcional, como excusándose. Una rutina. El polvo más salvaje que
he oído fue una noche en Berlín, lado oriental, al poco de la
reunificación. Gritos como sirenas de bomberos, jadeos, golpes en
los muebles, objetos caídos, la noche entera. No hubo modo de
dormir. Mi pareja y yo estábamos aterrorizados pensando que se veía
abajo el edificio. Estuvimos una semana en aquella habitación,
magnífica, espaciosa, con muebles cómodos y antiguos, la llamamos
la habitación de la felicidad. Era nuestro primer viaje lejos de
casa. La felicidad era genuina, pero, quizá, pensé, asustado, si no
me vería obligado a hacer una demostración como aquella. El polvo
estratosférico solo ocurrió esa noche. Yo he procurado ser
discreto, sólo durante un breve periodo perdí la discreción, pero
siempre fuera de casa.
El
tiempo termina por curar ese exceso. Lo peor es que a menudo el
extravío pasional conduce al matrimonio, una institución que en
estos tiempos está perdiendo el sentido. Casarse si no hay hijos de
por medio o prolongarlo cuando los hijos han abandonado el hogar
familiar conduce a la infelicidad. Como en toda institución pronto
aparecen las relaciones de poder. Uno se impone y el otro sufre las
consecuencias. No hay espectáculo más lamentable que presenciar una
discusión de pareja, u oírla a través del tabique. O
protagonizarla. La discusión final con mi pareja de Berlín la
tuvimos en un parque, al atardecer. Por allí circulaban perros con
collar y hombres detrás. Pero aquel día estábamos solos. Había
como una placita y bancos alrededor, elevada sobre la ciudad.
Estábamos sentados pero de vez en cuando uno se levantaba. La
recuerdo con vergüenza, por los reproches mutuos, por la dureza, por
la autohumillación. Innecesaria, inútil, banal. Fue cuando tuve que
mudarme.
Y
si hay violencia nada puede haber peor. Si la discusión se produce
entre extraños y uno está implicado es fácil desentenderse. Allá
ese tipo con su carácter. Hasta mañana y adiós. Y si la cosa es
grave se interpone una denuncia y haya jueces. Pero en el ámbito
familiar la cosa es muy jodida. Hay que volver si uno se ha ido o
permanecer un día más y luego otro y acaso otro más y si hay hijos
no hay modo de que la cosa termine. Y
si eres hombre la cosa no tiene solución. Hablo de hombres
normales, no de monstruos. Así que me pregunto, qué beneficios
tiene emparejarse. Piénsatelo. Nunca había pensado de este modo
hasta hoy, tras oír una discusión de tabique, no sé qué se
decían, sólo he oído el ruido, los tonos, la falta de respeto. Y
no se trata de la actual confusión en torno a los hombres. Si te
emparejas, seas hombre o mujer, tienes que hacer tantas cesiones que,
fríamanete, no compensa. Hay un periodo de felicidad y otro de
compañía y otro muy largo, muy muy largo de televisores encendidos,
silencios ominosos, malas contestaciones y desprecios en que no se
avizora el horizonte. Por qué pasar por ese mal trago. Frente al
fantasma de la soledad una buena red de amistades mejora con creces
el miedo a la falta de compañía.
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