Caminamos
sorteando los charcos superficiales que aún se mantienen en los
lugares de sombra. Ha amanecido el día con nubes gordas y oscuras
que han soltado algo de agua en las primeras horas, ahora se están
disgregando. Entre sus desgarros, por breves instantes, el sol se va
filtrando. “Se ve alegre la hierba”, dice cuando pasamos junto a
la era sembrada de verde. El viento la peina y el sol hace que
resplandezca. Yo estoy aterido por mi inapropiada ropa, ella va bien
abrigada, con la capucha cubriéndole la cabeza blanca y el tapabocas
haciendo honor a su nombre. Refresco su memoria haciéndole recitar
los meses del año, que larga de un tirón, también los días de la
semana, pero las estaciones que solo son cuatro como le recalco se le
atascan. No hay manera de que el otoño prenda en sus labios, como si
algunos de los eslabones de la memoria estuviesen rotos o desgastados
y la razón no alcanzase a completar lo que falta. Miramos la densa
nube que se levanta hacia el sur, que se interpone entre el sol y el
frío que nos atiza, y le vienen dichos de enero, “de enero la luna
clara...”, y de febrero, febrerillo loco, pero no los completa y yo
no los conozco. Le doy pie a repetirlos, pero ya ni la primera parte
del refrán recuerda. Tantas cosas perdidas, que se irán con ella.
“Se va la vida, solo quedan las cosas malas”, dice. Le hago
recordar la ristra de nombres de la familia, sus padres, los que mejor
recuerda, su marido, un vacío en su mente, sus hijos, sus hermanos,
los de padre, los de madre, los de padre y madre. “Lorenzo y
Francisca”, dice, “cómo no los voy a recordar”. Con el marido
no hay manera. Jose y Maripaz, dice. Los hermanos van saliendo con un
poco de ayuda, Fortu, la mayor y Agripino. Aurelia y Emilio. “Te
has dejado la hermana por parte de tu padre”, le digo. Con una
ayudita recuerda, Jesusa. “Cómo se iba el tiempo con las amigas”,
dice. Las amigas, eran el tiempo bueno.
Vamos
caminando entre tapiales, a resguardo del viento del norte que no es
muy intenso, pero sí lo suficiente para que le demos la espalda. No
hay ni un alma en las calles vacías y ventiladas, tan solo un viejo
que saluda y se mete en casa. Ni una ventana abierta, las persianas
echadas, tablones cubriendo los bajos de las puertas. Los letreros de
‘se vende’ aquí y allá han crecido desde los buenos días del
verano, pero no parece este el mejor tiempo para que a alguien le
entren ganas de volver al campo, aunque, ahora, que nos recostamos
contra la pared de una casa que mira al sur, sorbiendo el sol
filtrado, admiremos en silencio la fría belleza de las nubes
aceradas que acercan el horizonte, el verde de las eras, el viento
que agita las las malas hierbas. No hay tiempo más valioso que este, tan breve
como el azar permite, lo que dure la bocanada de calor que se filtra
por un desgarro. Para ella, que no tiene conciencia de nada, el día
pasará sin día, sin semana y sin mes, el frío no le permite
adivinar la estación pero sirve como antagonista necesario para
gozar del breve instante en que el sol se aviva en su cara. No
tasamos en tiempo la dedicación a los niños, nos llena de alegría
la concentración de energía y afecto del bebé que tenemos en brazos, no hay conciencia de pérdida cuando ejercitamos la memoria de
un niño, nos compensa el progreso que notamos de un día para otro,
pero nos embarga la tristeza cuando los mismos ejercicios anuncian el
declive de un viejo. Pero cuando el ánimo se aquieta, siento que
esos momentos son los que de verdad importan, resguardarse del viento
del norte o sentir la caricia del sol o rescatar las cadenas rotas
del olvido. No hay paz mayor que cuando camino con ella.
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