miércoles, 9 de enero de 2019

El ingenio de los peces, de Jonathan Balcombe



“Cualquier animal que en la actualidad se considere bobo y aburrido alberga secretos fascinantes. Lo que ocurre es que nadie ha sido capaz de descubrirlos todavía” (Vladimir Dinets)

          Cada vez es más difícil sostener que solo el homo sapiens dispone de inteligencia, a no ser que nos refiramos a que ‘inteligencia’ significa pensar como yo. En 2015 se hizo público que hay cocodrilos que transportan palos sobre su cabeza hasta una zona donde anidan garzas reales, de modo que, situados debajo, cuando estas vienen a recogerlos para hacer su nido, quedan al alcance de aquel. Nos ha costado extender la inteligencia a los mamíferos terrestres, más a las aves, pero hemos visto cómo cuervos dejan caer frutos secos en cruces de carretera con mucho tráfico para descender en picado a recoger fragmentos machacados cuando el semáforo se pone en rojo, por no hablar de los simios en general. Balcombe va más allá, presenta multitud de ejemplos de la inteligencia ¡de los peces! Por ejemplo, el gobio aguado de Australia es capaz de mapear las depresiones de futuros charcos cuando hay marea baja para saltar de una charca a otra en busca de comida y escapar de sus depredadores, tales como los pulpos o las garzas reales. Los lábridos golpean almejas contra una roca para abrirla y degustar su exquisita carne. Los peces arqueros sueltan un chorro de agua como un flash para cazar saltamontes o escarabajos en las ramas de las orillas, los bagres cazan palomas que van a beber al río Tarn, en Francia, y los peces tigre saltan para cazar golondrinas que sobrevuelan las aguas en un lago de Sudáfrica. Balcombe muestra en este entretenido libro lleno de referencias a trabajos de investigación pero también con anécdotas de la vida cotidiana de gente con peceras en casa. Y en todos esos casos no hay mero instinto, sino fase de aprendizaje, y planificación, según Balcombe. Los peces experimentan dolor, pero también placer. Lo primero lo aceptamos con facilidad, no tanto lo segundo, pero si pensamos en términos evolutivos no debería sorprendernos que tener sensaciones agradables al comer, jugar o follar no esté relacionado con la perpetuación de los genes o el desarrollo del individuo.

            Para Balcombe es indiscutible que los peces tienen vida social, no sólo porque se reúnan en bancos y cardúmenes para desplazarse (disminuyendo la resistencia del agua hasta un 60%) o para protegerse de depredadores sino para establecer una especie de sofisticados contratos entre hábiles limpiadores (lábridos, peces ballesta, mariposa, damiselas, gobios) y clientes (más de un centenar de especies, incluidos los tiburones y rayas) que acuden a que les limpien de parásitos. Balcombe habla de comportamientos flexibles e inteligentes, o de intencionalidad consciente cuando los meros van a buscar a las morenas para indicarles dónde hay una presa a la que tender una trampa para cazarla mejor. Balcombe asimila los meros a los cuervos y a los simios como los Einstein del mundo animal. Los experimentos de los últimos años demuestran que entre distintas generaciones hay enseñanza y aprendizaje, incluso habla de cultura. Los ródeos se las ingenian para incubar dentro de un mejillón introduciendo sus huevos a través del sifón del bivalvo. Y de moral: los peces cardenales macho transportan los huevos fecundados en su boca y durante el proceso de maduración no pueden comer. Muchas especies son sociales, como la del pez rojo, a quien mantenemos solitario durante décadas en peceras. Pero lo que parece cierto es que es nuestra moral la que está en juego. Sabemos poco de los peces, apenas de unos cientos de especies sobre las más de 30.000 del total. A medida que conozcamos más sobre la vida y sufrimiento que ocasionamos a los animales en general y de los peces en particular en los criaderos, viveros, piscifactorías, granjas y demás y comprendamos el dolor que les ocasionamos en la pesca de arrastre, en el proceso de congelación o en los mataderos nuestra conciencia animalista despertará. Hubo una revolución antiesclavista, ahora vivimos la feminista, dentro de poco será la animalista con leyes que les protejan contra la depredación humana.


        Leyendo a Balcombe se hace verosímil la idea loca de David Chalmers de que la conciencia responde a una ley natural del universo y que, por tanto, todo está impregnado de ella.

¿Y las plantas?

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