“Cualquier animal que en la actualidad se considere bobo y aburrido alberga secretos fascinantes. Lo que ocurre es que nadie ha sido capaz de descubrirlos todavía” (Vladimir Dinets)
Cada
vez es más difícil sostener que solo el homo sapiens dispone
de inteligencia, a no ser que nos refiramos a que ‘inteligencia’
significa pensar como yo. En 2015 se hizo público que hay cocodrilos
que transportan palos sobre su cabeza hasta una zona donde anidan
garzas reales, de modo que, situados debajo, cuando estas vienen a
recogerlos para hacer su nido, quedan al alcance de aquel. Nos ha
costado extender la inteligencia a los mamíferos terrestres, más a
las aves, pero hemos visto cómo cuervos
dejan caer frutos secos en cruces de carretera con mucho tráfico
para descender en picado a recoger fragmentos machacados cuando el
semáforo se pone en rojo, por no hablar de los simios en general.
Balcombe va más allá, presenta multitud de ejemplos de la
inteligencia ¡de los peces! Por ejemplo, el gobio aguado de
Australia es capaz de mapear las depresiones de futuros charcos
cuando hay marea baja para saltar de una charca a otra en busca de
comida y escapar de sus depredadores, tales como los pulpos o las
garzas reales. Los lábridos golpean almejas contra una roca para
abrirla y degustar su exquisita carne. Los peces arqueros sueltan un
chorro de agua como un flash para cazar saltamontes o escarabajos en
las ramas de las orillas, los bagres cazan palomas que van a beber al
río Tarn, en Francia, y los peces tigre saltan para cazar
golondrinas que sobrevuelan las aguas en un lago de Sudáfrica.
Balcombe muestra en este entretenido libro lleno de referencias a
trabajos de investigación pero también con anécdotas de la vida
cotidiana de gente con peceras en casa. Y en todos esos casos no hay
mero instinto, sino fase de aprendizaje, y planificación, según
Balcombe. Los peces experimentan dolor, pero también placer. Lo
primero lo aceptamos con facilidad, no tanto lo segundo, pero si
pensamos en términos evolutivos no debería sorprendernos que tener
sensaciones agradables al comer, jugar o follar no esté relacionado
con la perpetuación de los genes o el desarrollo del individuo.
Para
Balcombe es indiscutible que los peces tienen vida social, no sólo
porque se reúnan en bancos y cardúmenes para desplazarse
(disminuyendo la resistencia del agua hasta un 60%) o para protegerse
de depredadores sino para establecer una especie de sofisticados
contratos entre hábiles limpiadores (lábridos, peces ballesta,
mariposa, damiselas, gobios) y clientes (más de un centenar de
especies, incluidos los tiburones y rayas) que acuden a que les
limpien de parásitos. Balcombe habla de comportamientos flexibles e
inteligentes, o de intencionalidad consciente cuando los meros van a
buscar a las morenas para indicarles dónde hay una presa a la que
tender una trampa para cazarla mejor. Balcombe asimila
los meros a los cuervos y a los simios como los Einstein del
mundo animal. Los experimentos de los últimos años demuestran que
entre distintas generaciones hay enseñanza y aprendizaje, incluso
habla de cultura. Los ródeos se las ingenian para incubar dentro de
un mejillón introduciendo sus huevos a través del sifón del
bivalvo. Y de moral: los peces cardenales macho transportan los
huevos fecundados en su boca y durante el proceso de maduración no
pueden comer. Muchas especies son sociales, como la del pez rojo, a
quien mantenemos solitario durante décadas en peceras. Pero lo que
parece cierto es que es nuestra moral la que está en juego. Sabemos
poco de los peces, apenas de unos cientos de especies sobre las más
de 30.000 del total. A medida que conozcamos más sobre la vida y
sufrimiento que ocasionamos a los animales en general y de los peces
en particular en los criaderos, viveros, piscifactorías, granjas y
demás y comprendamos el dolor que les ocasionamos en la pesca de
arrastre, en el proceso de congelación o en los mataderos nuestra
conciencia animalista despertará. Hubo una revolución
antiesclavista, ahora vivimos la feminista, dentro de poco será la
animalista con leyes que les protejan contra la depredación humana.
Leyendo
a Balcombe se hace verosímil la idea loca de David Chalmers
de que la conciencia responde a una ley natural del universo y que,
por tanto, todo está impregnado de ella.
¿Y las plantas?
¿Y las plantas?
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