“Haz el mejor uso posible de lo que está en tu poder, y toma el resto como acontezca. Algunas cosas dependen de ti y algunas cosas no dependen de ti. Nuestras opiniones dependen de nosotros, y nuestros impulsos y deseos, aversiones, en definitiva, todo lo que dependa de nuestras actuaciones. El cuerpo no depende de nosotros, ni nuestras posesiones ni la reputación o los cargos públicos o todo lo que no dependa de nuestros actos”. (Epicteto, Enquiridion).
“¿He hecho algo en favor de la sociedad? Si es así, he trabajado en mi provecho. Que esta verdad esté siempre presente en tu espíritu y lo trabaje sin cesar”. (Marco Aurelio).
Hume
planteó una cuestión sobre la que los filósofos han debatiendo
desde entonces, cómo rellenar el hueco entre el ser y el deber ser,
entre el vivir y el cómo vivir. Y si bien, parece que todos
estaríamos de acuerdo en que es preferible una buena vida, la
disparidad comienza al pensar en qué consiste ese bien vivir. Tras
Hume, y antes de él, podrían establecerse cuatro formas de
enfrentarse al hueco. Los escépticos consideran que ese hueco es
irrellenable porque el ser y el deber ser pertenecen a categorías
diversas. Una cosa son los hechos y otra los juicios de valor. No hay
manera de saber si los juicios éticos son o no correctos. Los
racionalistas, con Aristóteles a la cabeza, consideran que el buen
vivir es la contemplación. El objetivo del hombre es usar la razón
para llegar al conocimiento. ¿Existen, por tanto las verdades
racionales? Es evidente cuando pensamos en las matemáticas y en la
física que descubren leyes de la naturaleza antes de que sean
verificadas. Los empiristas, con el propio Hume por delante, afirman
que conocemos las cosas naturales y humanas, si hubiera diferencia
entre ellas, mediante la observación y los experimentos. Así sucede
con la ciencia. Hay una cuarta postura, la del intuicionismo. Muchos
piensan, viendo su propio comportamiento y el de sus semejantes, que
es la intuición la que nos dice qué está bien y qué está mal,
incluso en determinadas especies de primates, como los bonobos,
podríamos hablar de un cierto comportamiento moral con respecto a
sus semejantes, quizá como consecuencia de una adaptación social.
Pero quizá haya una práctica moral que resume las concepciones
anteriores, salvo al inaprensible escepticismo, la de los estoicos,
para quienes el comportamiento moral es en parte intuitivo, sobre
todo en la primera parte de la vida de los hombres, pero que después
se enriquece con el entendimiento y la experiencia, siendo por tanto
una ‘ética desarrollista’ como la califica Massimo Pigliucci en
Cómo ser un estoico. Pero mientras el elitista Aristóteles
establece unos prerrequisitos para la práctica de la virtud, como
tener salud, riqueza, educación, incluso una buena apariencia, que
Pigluicci reúne en la categoría de ‘indiferentes’ o no
necesarios para la práctica virtuosa, al contrario que los cínicos
como Antístenes o Diógenes que vivieron practicando una moral que
nada necesitaba para vivir éticamente, los estoicos anteponen la
virtud a todo, pero, si se da el caso, prefieren un ‘indiferente’
a otro, por ejemplo, la alegría al dolor, o la sabiduría a la
necedad. Los estoicos son eclécticos, no discriminan entre las
preferencias metafísicas de sus adeptos porque lo importante de la
vida es vivirla bien, algo que no depende de la existencia o no de un
dios. Por eso, Pigliucci considera que el estoicismo es una ética
para el siglo XXI, una ética cuyo objetivo es vivir una buena vida.
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