Alfonso
Cuarón ha titulado Roma su película y la ha filmado en
blanco y negro. Muchos la consideran una obra maestra. Yo la pongo al
mismo nivel que Cold War, las
dos en blanco y negro, las
que más me han gustado en el 2018.
Roma, más allá de la colonia Roma que,
a comienzos de siglo XX,
acogía a la
clase alta de la capital
mejicana, remite a Rossellini
y al reorrealismo italiano. El
blanco y negro define una
voluntad de estilo, acerca al
documental de época. AC cree que es la mejor forma de atrapar la
realidad evocada por su memoria, el México de comienzos de los 70,
de transmitir verdad. El México DC de Cuarón
es la Roma de Roberto Rossellini. Hay
muchas formas de hacer arte en el cine. AC ha creído, como Paweł
Pawlikowski en Cold War,
que para ser veraz necesitaba el blanco y negro y a Roberto
Rossellini y que la apariencia documental era la forma apropiada para
representar aquella época en que él era niño. Esa opción le ha
permitido representar los sonidos, las imágenes, los ecos, la
realidad fragmentada, paralizada en detalles, en puntos de vista
particulares que son propios de la memoria. La vida evocada más que
la vida vivida está llena de detalles concretos que adquieren
sentido solo al evocarlos, no mientras se vive. Eso lo transmite muy
bien el blanco y negro de AC: una
pequeña banda de músicos recorre a primera hora de
la mañana la calle enfrente
de casa; el coche de papi
entra con sumo cuidado en el estrecho garaje de casa; el mismo coche
conducido por una mami
borracha entra a trompicones destrozando
todo a su paso; los libros se
amontonan
en el suelo fuera de las estanterías al día siguiente de que papi
se haya ido; la matanza de estudiantes del Halconazo
es vista
desde la tienda donde van
a comprar la cuna para el
bebé de la criada; la
igualdad entre los seres humanos, por encima de la posición social,
es presentida
un día en el coche de vuelta a casa desde la playa. La verdad
esencial, nos dicen esos detalles recordados, se aprende no a través
de pláticas didácticas sino en
los sucesos
concretos que nos afectan sin saber muy bien por qué, que quedan
retenidos en la memoria y a los
que asociamos, vete tú a saber si es verdad, el aprendizaje de algo
importante.
En
todo caso, tanto en Cold War
como en Roma, la vida
-esa es la única verdad que merece la pena- corre por encima de las
mentiras de la ficción. Eso sí, esas mentiras deben estar muy bien
trabadas y no contener en su ilación
incoherencias, deben ser fieles a las reglas del relato, a la orden
del arte. Como en Cold War
el guión es un elemento más entre todos los que contribuyen a
montar la obra, tan importante como el sonido ambiente, en primer
plano y de fondo, la música nunca invasiva sino
emergiendo de la espontaneidad de las cosas, la conversación no
imponiéndose como relato, el trasiego de los personajes sin que uno
sea el eje constructivo (como sucede en las películas comerciales),
la espontaneidad de los
actores que, como en Casablanca, no conocían el guión hasta antes
del rodaje de cada día para que las emociones fuesen
más sinceras, la cámara, que no para de hablar al tiempo que
muestra: planos fijos, móviles, travelings, imponiéndose al
montaje, sin cortes bruscos, evitando el punto de vista
particularizado, escondiendo al director, de modo que el espectador
vaya cosiendo el relato y el sentido.
Roma
como Cold War
tratan de aquello que se nos olvida en el vivir, aquello que
enterramos con miles de capas, aquello con que los niños saltan al
mundo antes que el mundo de los adultos se lo arrebate, aquello que
los adultos hemos perdido, la vida misma. El arte, la música, la
poesía de vez en cuando nos lo recuerdan antes de que volvamos a
perderlo. Roma es la
mirada del niño incontaminado que AC fue, que vive
y aprende a través de
emociones básicas ante un incendio, un temblor de tierra, una
granizada, la madre borracha, la chica embarazada que pare un niño
muerto, los afectos que
brotan ante los amigos, los hermanos, los que le rodean. Lo
dicho, una obra maestra. Lástima que no se pueda ver en las
pantallas grandes.
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