“Varios sondeos y trabajos de campo señalan que los chalecos amarillos tienen sus mayores apoyos entres los obreros, parados y empleados con bajos salios. Pero también hay pequeños empresarios autónomos. Un estudio sobre el terreno realizado por un colectivo de politólogos, sociólogos y geógrafos revela que sus ingresos medios son de 1.700 euros mensuales, un 30% menos que los ingresos medianos de todo el país”.
A
estas alturas todo el mundo sabe que las líneas de fractura son la
globalización y la automatización de los procesos. Eso lo cambia
todo. La sociedad está mutando a toda velocidad. La clase media es
una entelequia, está recorrida por intereses diversos y lo que es
peor no hay quien la represente. Buena parte de la población está
viendo mermados sus ingresos, cuando tiene la suerte de tener un
trabajo: precario, mal pagado, horariamente desordenado. Para nada le
sirve a la población joven la formación convencional, no le asegura
una profesión bien remunerada para el resto de su vida. Ante un
horizonte tan poco prometedor pocos se arriesgan a crear una familia
con hijos. Las
tasas de reposición poblacionales han caído en España a su índice
más bajo, también en Europa. El mundo de sus creencias,
sustituido por el hervor mediático de las pujantes identidades
minoritarias se desacredita (“panda
de deplorables”), se desmorona. Sería fácil resumir: una
civilización que fenece. El pacto socialdemócrata entre clase media
y partidos del bienestar se ha roto: vosotros nos aseguráis un
mínimo de condiciones vitales y un nivel de vida que va mejorando en
cada generación y os dejamos que gobernéis. La parte de la clase
media que ve el horizonte negro ha dejado de confiar en las élites
(analistas, políticos, periodistas, líderes de opinión). Mientras
la bonanza alcanzaba a la mayoría, aunque de forma decreciente en la
estratificación social, se aceptaba que las élites organizasen la
sociedad, en primer lugar en su propio beneficio. Ahora se tolera muy
mal la corrupción, el nepotismo, el amiguismo. Crisis de
representación, lo llaman. El 15-M fue un indicio del malestar, como
lo es ahora la crisis de los chalecos amarillos franceses (que no
acepta que nadie los represente). Aquí se creyó que los advenedizos
que se arrogaron la representación del 15-M revitalizarían el
sistema. Ya han visto que el malestar continúa y que aparecen nuevos
agentes que dicen representarlo (Andalucía), pero en ambos casos son
vueltas a viejas propuestas para un público que ya no existe.
Durante un tiempo el mundo político estará revuelto (Brexit, Trump,
5 Estrellas y Liga Norte, Independentismo, Podemos, Vox), irá
mutando de piel. La parte de la población descontenta seguirá
probando, mostrando su malestar. Pero nadie sabe qué va a ocurrir,
cómo se detendrá esta agitación, como se remansarán las aguas.
Aunque lo enunciado solo es una parte del problema. Queda la parte
más dura y quizá sangrienta, cuando una parte importante de la
población se quede sin trabajo pero también sin un sentido que dar
a su vida, como consecuencia de la automatización de los procesos
laborales, quizá
algo más alarmante que eso.
Es
patética
la queja de los analistas porque la sociedad ha dejado de
responder a sus análisis, de creer en sus diagnósticos, de aceptar
sus propuestas. La desconfianza en las élites ha extendido la
sospecha de que los representantes del pueblo en las instituciones
han utilizado la mediación en su propio beneficio, para hacer
negocios. Y me temo que esa percepción irá a más, mientras no sean
sustituidos por otros, mentes más lúcidas y desapegadas del interés
personal. Un periódico entero ha sido copado por una escuela de
pensamiento cuya analítica no se basa en una mirada fría de la
realidad sino en una voluntad de remodelarla. Vieja escuela. La
realidad no es lo que es sino lo que yo quiero que sea. La mayoría
de la población, no sólo los débiles de trabajos precarios y mal
pagados, ha dejado de confiar en las élites. Ya no leen los
periódicos ni ven las teles generalistas con sus telediarios, ni
votan a los partidos institucionales. Los nichos de programas
informativos para sus pocos fieles tienen la misma relación con la
realidad que una tribu perdida del Amazonas con el mundo
contemporáneo, lugares de estudio para etnólogos de la vieja
escuela. Lo mismo sucede con los debates políticos. Ya sea en las
tertulias o en los procesos electorales, capítulos de una serie de
entretenimiento que no exige credibilidad.
Hace
falta una doble mirada sobre el mundo, este tiempo exige una nueva
teoría, una que alejándose de la realidad la observe a distancia,
que detecte los grandes movimientos que se están produciendo, algo
parecido a lo que Marx hizo hacia 1848, que detecte el espectro que
recorre el mundo, las líneas de quiebra de la sociedad, que separe
lo obsoleto de lo nuevo y ponga ante los ojos la realidad tal cual es
sin apósitos ni trampantojos. Sólo un buen análisis nos permitirá
afrontar los problemas. Y una segunda mirada que se aproxime a lo que
está sucediendo en la mente humana, sus miedos, sus terrores, sus
esperanzas, como hizo Freud a finales del XIX. Una nueva teoría
sobre el lugar en el mundo del homo sapiens que enuncie el espectro
que recorre el mundo, el fin del trabajo y del sentido del vivir, la
irrelevancia del ser humano, su obsolescencia, expulsado del trabajo
por la automatización, de la dirección y organización de la
sociedad por la inteligencia artificial, que aclare la nueva relación
con el medio, con las máquinas, con el prójimo.
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