Batum,
a orillas del Mar Negro, Unión Soviética, año 1930. Un nuevo
cónsul turco, Adil Bey, llega a la ciudad. El misterio rodea al
anterior, qué ocurrió con él. Conoce a los cónsules italiano y
persa y a un empresario americano. Y a sus mujeres. No le hablan con
claridad, sino con ironía o sobrentendidos sobre lo que ocurre en la
ciudad, ninguna conversación es franca. En su oficina, Sonia es la
secretaria, una joven rusa que vive en el apartamento de enfrente, al
otro lado de la calle, una habitación más bien, junto a su hermano
y mujer. Todo el mundo se hacina en habitaciones, no en apartamentos.
El hermano de Sonia es oficial de la GPU. Sonia y el cónsul se
convierten en amantes, se acuestan cuando él se lo pide. Un día
viene a la oficina un hombre con unos papeles para que el cónsul se
los haga llegar a su hermana que vive en Turquía. De paso el hombre
cuenta que ha ayudado a pasar gente por las montañas. Al día
siguiente, Adil Bey se entera de que lo han fusilado. Parece algo
rutinario, que se fusile así a la gente. Sólo él y Sonia habían
escuchado la historia del hombre. La novela habla de la relación de
Adil y Sonia, de la frialdad de esta contra la pasión de Adil. Adil
se entera de que muchas mujeres se entregan a otros hombres porque
sus salarios son muy bajos y no les llega para comer.
Simenon
describe lo que sucede en ese puerto del Mar Negro en esa época. El
hambre, el miedo a ser delatado, la delación como válvula de
seguridad. La atmósfera, la falta de intimidad, el espionaje de unos
por otros, el nulo valor de la vida, la miseria física y moral. El
protagonista teme perder la vida, pero al final, su locura pasional
hace que otros la pierdan. Simenon es un maestro de atmósferas.
Escribe sin un gramo de grasa, con las palabras justas, quizá falte
algo, algo más de detalle, algo más de penetración en los
personajes, pero no le sobra nada, ni una palabra sobra. Ningún
ensayo podría describir mejor la degradación de la vida. Y Simenon
lo hizo cuando muy pocos lo denunciaban, porque
la mayoría no comprendía lo que estaba sucediendo. Simplemente
porque no lo veían, no podían ver lo que su percepción no estaba
preparada para ver. Simemon la escribió tras un viaje a la URSS y la
publicó por entregas en 1933.
Los
vecinos de enfrente es una novela triste, infinitamente triste,
porque en ella no hay lugar para la esperanza. Simenon lo vió
pronto. La escribió en 1933, la situó en 1930. Después de esa
década pasaron muchas décadas más y hubo gente que siguió con los
ojos ciegos, no queriéndo ver. Hasta el amor es imposible en ese
régimen totalitario al que Adil Bey es destinado como cónsul.
Porque los sentimientos están prohibidos o sólo tienen sentido si
son funcionales, si se ponen al servicio de la causa. Si la
trasgreden, el trasgresor está muerto. Simenon comprendió cómo ese
régimen totalitario afectaba al meollo de la vida, a la intimidad de
las personas. Cualquier relación humana está manchada, ennegrecida
por la delación del amante, del hermano, de cualquiera que
emprendiese una causa humanitaria. Aún más allá, afectaba a la
propia conciencia, que se trastocaba. La vida carecía de valor, no
sólo porque podía ser eliminada en cualquier instante, sino porque
perdía el sentido.
Hay
muchas películas, y libros, que tratan el asunto del mal ocasionado
por el hombre político tomado por la utopía, desde la vertiente
sentimental que es como se llega a la mayoría de la población, de
modo que esta lo encarna en su naturaleza y personalidad. Pensemos en
La lista de Schindler, en La vida es
bella o en la más popular de todas, Casablanca, de una
vez por todas queda en el imaginario popular que el fascismo o el
nazismo son el mal absoluto. Toda discusión racional al respecto
queda invalidada, por innecesaria. Sin embargo, no hay nada
comparable con respecto al comunismo, no hay una sentimentalización
parecida, si acaso es al revés se ensalza a sus héroes. Incluso la
discusión racional al respecto es laboriosa, llena de trampas
sentimentales, ni siquiera cuando aparece el mal en ese campo. El
comunismo se asocia a determinados nombres o conceptos, como
stalinismo, Pol Pot, maoismo, castrismo, impidiendo verlo como mal en
sí mismo, al mismo nivel que el fascismo. Es algo que no hemos
podido conseguir tras cien años de desgracias, tras el inicio de la
revolución de octubre. Es el pecado original de los partidos de
izquierda, y de la sociedad en general, que ven el fascismo como mal
absoluto pero que corren un velo benigno sobre su hermano criminal,
el comunismo.
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