Caminamos
por la Real Antigua. Por aquí debió pasar algún cortejo, un
acontecimiento en la vida rutinaria de la gente, sometida al duro
trabajo de inclinar la espalda muchas horas del día. Hacer un gesto
genuflexo aquel día ante el monarca seguro que fue un alivio, un
gozo para la vista las vestiduras, los ropajes y estandartes que
pasaban sin parar hacia otro pueblo. No sé qué día fue aquel, si
era verano o pleno invierno o si era un día postrero del otoño,
cuando como hoy la niebla cae y va enfriando el día. Toda la
población se apiñaba en esta calle, fueron avisados para que se
pusieran sus mejores ropas, se destocasen las cabezas, hiciesen algún
gesto de sumisión y reconocimiento ante aquel que representaba la
ley y el buen funcionamiento de las cosas y hasta es posible que
entonasen alguna frase a coro, incluso algún canto, y que el monarca
cansado de tan largo viaje, presto a retirarse de la vida, apartase
las cortinas para posar su regia vista en ellos o quizá no y su
regia majestad no fuese vista, lo que aumentaría su fama y su
misterio.
Hoy
no hay nadie más, nadie camina por esta calle ni por ninguna otra
aparte de nosotros dos. Hay un sonoro silencio que reverbera en las
moléculas de niebla que van cayendo y adensando. Tan sólo, cuando
la calle termina y se hace camino para dirigirse al arroyo y luego al
puente sobre la vía y al río y al próximo pueblo donde también
hay una calle real, un tordo con el pico bermellón llega a un árbol
al que le queda poco para perder las pocas hojas y espanta a los
gurriatos que se cimbrean en las ramas semidesnudas. Solo uno se
resiste a su llegada, encaramado en una rama más alta. Los dos,
tordo y gurriato, se mueven inquietos. Casi todas las casas son de
piedra, unas bien labradas, otras no tanto, solo los corrales y
almacenes son de ladrillo y alguno más antiguo de adobe. Se nota que
la gente aquí todavía lo cuida, las calles están limpias, limpias
las paredes, cuidadas puertas y ventanas, pero no hay nadie en ellas
aparte de nosotros, tan solo en una un adorno navideño, una
guirnalda de ventana a ventana, unas campanillas de plástico, un
papa noel diminuto descolgándose de la pared, también hay un par de
coches en un callejón. En otro tiempo no muy lejano la vida estaba
enganchada a este pueblo, pasaban peregrinos hacia Santiago, se
detenían en la iglesia de San Miguel de muy buena factura, alguna
casa les acogía. Hubo aquí un castillo, un ayo crió aquí a un
niño que luego sería rey sabio. Las puertas se abrían a los
zaguanes, se oían los gritos de los niños en el patio de la
escuela, sonaban las campanas a esta hora, había una cantina, un
médico, un cura, la gente se daba los buenos días.
Dame
una década más, que los centinelas del pasado vayan desapareciendo,
qué quedará de la calle Real Antigua. ¿Volverá la cigüeña a
anidar en lo alto del crucero, las palomas seguirán en el tejado de
la torre, estará enmarañado el lecho del arroyo, el camino real
lleno de hierbas, qué pasará con todas esas casas aún limpias
aunque ya deshabitadas, alguien seguirá temiendo al aire frío que
viene del norte? Llamamos al timbre, una tufarada de moléculas
calientes nos golpea en la cara, la puerta automática se cierra tras
nosotros. Allí están, sentados en grandes butacas, los hombres y
mujeres que van quedando. Nos ven llegar en silencio con su triste
mirada, con su boca muda, con sus brazos quietos, nos saluda y
envuelve su sonoro silencio, el de la tele que al fondo de la sala da
noticias del día que nadie está siguiendo.
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