Cada
vez que paseo por los pueblecillos románicos del norte de Palencia,
el azar me depara alguna sorpresa, agradable sorpresa. Esta vez,
entre otras, tras abrir la puerta del cementerio, en el ábside de la segunda iglesia de Páramo de Boedo, este
capitel con una cara labrada a dos lados, ojos rasgados y nariz
monstruosos, razonablemente conservado, con esa dentadura terrorífica que parece
dispuesta a masticar todo cuanto se le acerque. Pero también hay
sorpresas desagradables que están relacionadas con la incuria. Hay
gente que recibe su salario a cuenta de la hacienda común para que
cuide el patrimonio. Portadas, iglesias, capiteles, la maravilla del
románico castellano sigue estando ahí para deslumbrar, pero cada
vez que se pasa uno delante están un poco más deteriorados. Qué hace esa gente
que recibe un sueldo para que los cuiden. No sé si tiene mucho valor
la ermita de San Martín, en Quintanilla de Boedo, a pocos kilómetros de Aguilar, sobre un altozano, con unas vistas espléndidas
sobre el embalse de Aguilar y la montaña palentina. Sólo por eso ya
debería ser cuidada. Los contrafuertes están despegados del muro,
con piedras sueltas en medio para empujar más, las paredes
resquebrajadas en la pared delantera y en la trasera. Las heridas
están a la vista, en cualquier momento colapsará. ¿A quién le
importa?
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