Como
en Rachel Cusk, aquí tampoco hay una trama trabajada, un edificio
sobre el que situar la narración, hay narración pero muy débil,
inexistente casi, que solo puede entenderse como hilo argumental que
lleve a las dos novelas que han de seguir en una trilogía anunciada
que el autor llama Las Tres Leyes del Movimiento. El autor se
toma su tiempo, como si cogiese carrerilla para contar algo con
sustancia, de hecho, salvo un comienzo prometedor, sólo cuando
quedan cien páginas de las trescientas sesenta, el lector comienza a
ver algo de interés y eso tiene que ver más con dos personajes
circunstanciales, Yves, un pianista francés con una idea personal de
lo que es el arte y la vida y Valentina, una mujer que no encuentra
el modo de afincarse en la vida, más interesantes que el propio
protagonista. La historia sucede en Barcelona y después en
Manhattan, historia por decir algo, porque no parece que el autor
sepa dónde quiere llevar a sus personajes. Si algún valor tiene
esta novela está más en las atmósferas que en los sucesos, los
setenta, la dictadura franquista, Nixon y el Watergate, como si el
autor bebiese de los recuerdos de su propia experiencia y con ellos
quisiese crear algo sin saber qué. Más que bien escrita, es una
novela pulida, relamida en ocasiones, sin quebrantos en el discurrir
de la lengua, en paralelo a lo que se va contando, donde tampoco hay
fallas o sobresaltos. Se reconoce a Mendoza en la ironía o el
sarcasmo que a veces destila, aunque tampoco prodiga en demasía y en
algunos, pocos, diálogos en que aparece su ingenio para el contraste
o la contradicción. No se puede hablar pues de novela sino más bien
de un trozo o un proyecto o una primera parte, esperando la
continuación. Aun así, parafraseando a Teju Cole, ¿dónde está el
elemento de provocación formal o de ruptura conceptual del que
depende que una novela sea memorable?
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