Ahora
que las productoras de cine y tv se han puesto como locas a producir
series, la chispa creativa se está apagando o solo aparece muy vez
en cuando. O al menos yo no encuentro algo que me satisfaga. Es como
bajar al cauce de un río, cribar el agua y esperar a que aparezca
una pepita de oro. Si tengo que elegir, busco las miniseries para no
sentirme esclavo de las plataformas. Todo el mundo intenta que pagues
una cuota mensual, desde los partidos y sindicatos a las eléctricas
o las teléfonicas o las empresas que emiten en streaming.
Mantener la independencia debería ser un signo de distinción, así
como los popes de las digitales tienen como prurito personal no usar
móvil, nosotros los de a pie deberíamos devolverles la moneda, me
niego a pagar una cuota mensual, a convertirme en su esclavo.
De
las muchas que he probado, desde quince minutos a un episodio o tres
o cuatro, he llegado al final, seis y tres episodios respectivamente,
en estas dos británicas: Bodyguard y A very english
scandal. Las dos, como todo lo que se emite, son prescindibles,
más la primera que la segunda. Bodyguard empieza bien pero se
va diluyendo hasta convertirse en algo peor que convencional,
material rutinario. Cuando desaparece el segundo personaje, una
ministra de la que es guardaespaldas el protagonista, la serie pierde
punch, al guionista se le nubla la imaginación. La mitad de los
episodios se parecen a aquellas vulgares películas para tv de los
domingos por la tarde. A very english scandal es
mucho más interesante por tres motivos: porque
está basada en un suceso de la política britaníca de los 70 y, en
general, la vida real siempre llega más lejos que la imaginación,
porque se nota la mano de su director, Stephen Frears, y porque un
Hugh Grant maduro hace un papel como nunca le había visto. La serie
recuerda aquellos años, está llena de la ironía y buen humor
británicos y está magníficamente
interpretada.
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