martes, 16 de octubre de 2018

Templos en Nara


Nos separamos
como concha y almeja
se va el otoño
(Basho)

              Aunque todas las catedrales son distintas, en el trazado, en la ocupación del espacio, en los motivos ornamentales, en el estilo mutante a través de los siglos, llega un momento, al final de un atracón de templos, que uno no distingue el color de los toriis, el tamaño o la orientación del Buda o de sus acompañantes o si la que se está viendo es la pagoda más grande del mundo o solo la segunda. Nara también tiene muchos templos, pero tiene algo que no he visto en otro sitio, miles de ciervos dóciles, humanizados, la cornamenta a ras de la testuz, el hocico alerta para atrapar una galletita o incluso el folleto explicativo del templo. Se dejan acariciar, fotografiar en todas las posiciones y hasta manosear. Es la única vida que corre en estos templos: Toda-ji, el del buda más grande, no sé cuántos metros sus orejas, los dedos de las manos o la nariz, el rosado Kasugataisha o el más serio y formal Koofuku-ji, este sí con la pagoda más larga. El resto, la espiritualidad sincrética del Japón y el arrastrado desplazarse de los turistas, parecen, por el contrario, vagar por una vida póstuma.

               La importancia de Nara podría fundamentarse en su hermanamiento con Toledo, ambas capitales imperiales, aunque por breve tiempo, y ambas heroicas allá por el siglo VII.

                  No solo en los templos, también en el parque Kasugayama de Nara trotan los ciervos desmochados por cientos. Aunque seguramente va a ser más memorable haber visto, al pasear por la orilla del Kamo, en Kyoto, a las siete de la tarde, y en uno de los restaurantes que echan su luz sobre la semioscuridad del paseo, en una sala exclusiva, en una segunda planta, a una geisha en acción: un hombre de hechuras occidentales a la mesa, en camisa, de espaldas al río, a su derecha la geisha con un elegante kimono de tonos azulados, rostro blanco, ojos y boca maquillados, pelo recogido en una cola de caballo hacia arriba, arrodillada, vuelta hacia su cliente como un girasol al sol, y a la izquierda dos sirvientas también con kimono, recogiendo un cuenco y ofreciéndolo, arrodillándose, al hombre, cuya atención a la geisha consistía en enarbolar un móvil, quizá tratando de resolver alguna duda de traducción. Como también lo será haber ido a parar a un restaurante en cuya mesa vecina estaba cenando un luchador de sumo, con toda su humanidad envuelta en una bata (¿es una bata?) de color azul oscuro con florecillas blancas, amable hasta el punto de dejarse fotografiar, después de haber admirado en la calle la corpulencia de cinco compañeros suyos entes de entrar en un local.

No hay comentarios: