lunes, 15 de octubre de 2018

清水寺 - 金閣寺 (Kiyumizu y El pabellón dorado)



          Tengo la costumbre, últimamente, de no indagar demasiado en la particularidades de los monumentos, calles, lugares o hitos de las ciudades que voy a visitar. Prefiero recabar en vivo la atmósfera del lugar, su circunstancia histórica, su sociología. Eso me da una visión muy general, aproximada, de lo que voy a ver, pero me ofrece la posibilidad de ser sorprendido. Por ejemplo, Kyoto, y otras ciudades que, contra lo que pensaba, están llenas de templos budistas y sintoístas, la mayoría construcciones que se extienden  horizontalmente, al contrario que los templos cristianos, ocupando el espacio con distintos tipos de edificios, normalmente alrededor de un patio al que se llega a través de diferentes puertas, más opulentos y formales que los que he visto en Nepal o Sri Lanka.

          Kioto no solo tiene templos, señalados con la medalla del patrimonio de la humanidad, claro está, también cuenta con el bellísimo castillo de Nijo-jo, construido por el fundador del período Tokugawa, Ieasu, y después utilizado por el emperador, tras la revolución Meiji. También es una construcción horizontal, donde la magnificencia se expresa en la extensión de los salones, tan minimalistas en su concepcion, que permitía la distancia entre el dueño del palacio y sus súbditos o invitados, y sin embargo construidos con materiales tan valiosos, la madera, el tatami, las pinturas que decoraban las paredes o los jardines que rodeaban el palacio. Ante una arquitectura así, sólo cabe abrir la boca y después hacer una reverencia.


Qué majestad!
En hierbas verdes, tiernas,
la luz del sol.
(Basho)

             En una colina que domina Kyoto se levanta el templo de Kiyomizu, en Kimkaku, con la pagoda más elevada de Japón, con un colorido rojo bermellón que, iluminada por el sol, ofrece bonitos contrastes con el entorno, lo mismo que sus numerosas puertas de paso. Pero el momento para recordar ha sido otro, cuando, al girar en un breve sendero, he topado con una imagen totalmente inesperada, un fogonazo, un edificio dorado surgiendo del bosque y reflejándose en el estanque junto al que emergía. Nunca pensé que un dorado fuese capaz de emocionarme. La belleza sólo se te concede una vez, después solo queda el recuerdo, o accedes a ella a través de lo que alguien te cuenta y entonces, lo más probable, es que seas presa de la cursilería o del kitsch. No había oído hablar del Kinkakuji o del templo del pabellón dorado o no asociaba ningún significado a esas palabras así que la sorpresa ha sido mayúscula. Tengo el libro de Mishima con ese título, pero no lo he leído. Desconocía la historia del monje que lo incendió, en una fecha tan cercana como 1950, del suicidio de su madre por vergüenza. Todos esos desconocimientos han permitido que mi emoción fuese pura. Describirla ahora sería deleitarme en la mentira de las emociones revividas, ese momento ha pasado, ya no volverá, cualquier recuerdo lo rebajará.

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