jueves, 18 de octubre de 2018

Lección de historia


          Habría mucho que decir de los japoneses o quizá no haya nada que decir de los japoneses. La cuestión estriba en saber si tienen o no tienen alma. No es fácil discernir. Podría decirse, quizá, que la tenían y en algún momento la perdieron. Acaso, ¿eso mismo no sería cuestión a formular para cada uno de los demás pueblos? ¿Fueron los japoneses los primeros en ser abandonados por lo sagrado? Si así fuese, podría aventurarse un par de fechas exactas: 1868, la primera, en la que semiabandonaron su tradición para entregarse a la vida práctica de Occidente, con la intención de imitarlo y luego superarlo, y 1945, la definitiva, cuando a la derrota, con parecidas imitadas armas, tuvieron que añadir la humillación de ver al símbolo que les unía con lo que quedaba del pasado, el emperador, bajar del trono y recorrer la distancia, a bordo de su Daimler, que le separaba del general McArthur, en las oficinas de la compañía de seguros Dai-Ichi, renunciando, con ese gesto, a la divinidad.

          El formalismo japonés, su ascesis, la vida despojada hasta lo mínimo, dejó de estar sustentada en un sistema que integraba cada acto, cada vivencia, cada una de sus representaciones en una madeja de sentidos que sustraía a la vida del azar y la mantenía en lo sagrado. Vaciada la vida se vuelve formal, un agujero de sentido. Estrictamente respetuosos con las normas de tráfico, tanto en coche como a pie, los japoneses hacen filas en las aceras para esperar turno para cruzar el paso de cebra. Serviciales, hasta untuosos, siempre ceden el paso con mucha reverencia. Se disculpan aunque hayan sido ellos los atropellados. En el servicio público saludan y saludan con sonrisas mantenidas, obsequiosos. Los revisores de tren nunca dan la espalda al salir del vagón, no pierden la sonrisa.
He visto a una pareja despedirse con un montón de reverencias sin llegar a tocarse, a un grupo de amigas tomando café agitarse, levantarse de sus sillas con sonrisas estridentes al ver acercarse a la amiga a la que esperaban y a esta acercarse a cada una llena de una alegría desbordante hasta casi tocarse pero sin llegar a hacerlo.

       Los japoneses, absorbidos por el trabajo, no tienen tiempo durante la semana para quedar con los amigos, no saben cómo encontrar pareja porque no hay tiempo ni lugar, incluso, casados, no tienen tiempo que compartir. Y si tienen hijos, la mujer deja de trabajar. Los preparatorios para bachillerato y universidad son tan duros que tienen que estudiar a la salida de la jornada escolar. Trabajando, se ven obligados a tomar una copa si el jefe se lo pide. La jornada es larga para todos. También el jefe puede caer en desgracia si ha cometido una falta o caído en un error, entonces es degradado en la misma oficina a servir café a sus subordinados, incluso a limpiar el inodoro, situación de la que sólo puede salir pidiendo el traslado a una oficina de otra ciudad. Es habitual ver a oficinistas solitarios, con traje y maletín, a partir de las 8 o las 9, tambalearse en la acera o a grupos achispados.

           Sigue habiendo geishas, por supuesto. Pocas, separadas del contexto en el que ejercían su labor. Y templos, restaurados, esplendorosos algunos, algunos patrocinados por Hitachi, con las hojas de arce lustrando el otoño. Lugares señalados por la divinidad, bosques, jardines, estanques, como en el bosque de bambú de Arashiyama, en los que se cobra entrada, más o menos elevada dependiendo de la degustación, y, a la salida, una ristra de puestos callejeros de todo a cien.

          Y muchas, muchas mujeres solas, y hombres jóvenes, en cafeterías o puestos de comida rápida. Y ancianos, con la mirada perdida, en largas filas, al volante de taxis para completar su jubilación. Y más ancianos con uniforme de guardia en las esquinas para parar a los coches y hacer pasar al peatón, sonrientes, amables, saludando. Y aún más, voluntariosos, a la entrada de los palacios disfrazados de samuráis, con espada, yelmo y armadura de plástico, gesticulando y arroncando la voz para complacer al turista con cámara. Y niños y adolescentes, uniformados todos, los unos con viseras amarillas, los otros con maletín, sin perder el orden en la fila, de visita en los templos y santuarios, la única vida que pasa por ellos, recibiendo una lección de historia de su profesor. Una lección de historia.

          En Japón se come muy bien, no es caro, la vida es ordenada, todo está limpio, no hay estridencias, las sirenas de policía y ambulancias son consideradas, no hay discusiones, los paseos son agradables, bien indicados, hay wifi por doquier, cualquier cosa está disponible a muy pocos metros de donde el deseo aparezca con urgencia.

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