sábado, 2 de junio de 2018

Fariña y Wil Wild Country




               Dos series y sus defectos. Fariña, en la estela de Narcos, tiene parecidos defectos. La virtud es que es entretenida y el hombre cansado, al llegar a casa, tras una dura jornada, lo que quiere es pasar un buen rato, proyectando en el mundo de la ficción, una ficción que tiene el aliciente de construirse sobre una referencia más o menos real, sus sueños de justicia, sus deseos inconfesados y sus pesadillas de inseguridad. Que los malos triunfen como a uno le gustaría triunfar, con grandes mansiones, hermosos coches, gente a su disposición y sexo, sexo disponible en cualquier momento, pero que al final, los mismos malos sean castigados por la propia seguridad. Es el segundo mundo creado por nuestra fantasía, que permite una vida llevadera frente a las humillaciones, reveses e impotencia de la vida real. El defecto principal de esta y otras parecidas series es el protagonismo que se da a los malos, convertidos en espejo en el que el deseo se proyecta, y atribuirles hechos heroicos y hasta morales, pero, como al final, sabemos que es ficción y que los malos a los que la serie se refiere acaban en la cárcel, no sin, eso sí, habérselo pasado muy bien, podemos irnos a dormir satisfechos.


                La segunda, Wild Wild Country, seis episodios, es un documental de esos que tan bien sabe guisar Netflix, quizá lo que mejor sabe hacer. Reconstruye un suceso que tuvo un gran impacto en sus días, allá por los inicios de los 80, la construcción de una especie de paraíso hippy en un lugar de Oregón, a cuenta de las enseñanzas de un gurú indio, Bhagwan, también llamado Osho, que llega a EE UU con la intención de crear una comunidad basada en la meditación y el amor libre, simplificando. El documental está construido con material de la época, con las imágenes gastadas, imperfectas, granulosas de entones y con entrevistas a supervivientes que participaron en la construcción de una ciudad, Rajnishpuram, desde cero, en medio del desierto, y a los que se opusieron a ella por motivos políticos, de costumbres o religiosos. El documental es potente, con personajes que parecen sacados más de la mente de un buen guionista que de la realidad. El defecto es la desaparición del narrador, no hay un punto de vista prevalente, el relato entrecruza la mirada de los convencidos de Bhagwan con el de sus oponentes, aunque en general aquellos son jóvenes y hermosos y estos gordos y fofos, incluso las autoridades que investigan las irregularidades de la comuna, por lo que el punto de vista no es del todo objetivo. La equidistancia es enemiga de la verdad. Para el espectador es gratificante que se le ponga en disposición de juzgar, que sea él quien decida quién tenía razón, pero como las imágenes son selectivas y el elemento emocional depende de la simpatía con que se nos presente a los actores es fácil caer hacia un lado y menospreciar al otro, no en orden al razonamiento y a las pruebas sino por el propio discurso que genera el montaje del documental.

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