miércoles, 25 de abril de 2018

Cursilería



            Quizá el vicio mayor, tan extendido que es casi imposible reconocer esa debilidad del espíritu, sea el de la cursilería. Está en la conversación, en el modo de vestir, en los programas y series que vemos, infesta nuestras opiniones, nuestro modo de ver el mundo, nuestras lecturas, encuadra las fotografías que hacemos, el modo como enjuiciamos a nuestros vecinos, cómo analizamos la vida nacional. Nuestra vida moral, más en nuestros juicios que en nuestras acciones, está enmarcada en la peste rosa de lo cursi. Es evidente que décadas enteras sometidas al filtro pudibundo de la programación televisiva ha destrozado nuestra arquitectura espiritual, quizá tanto o más que los siglos discurridos bajo el púlpito. La literatura y el arte deberían funcionar como fumigadores, pero una educación teledirigida y buenista han mellado el carácter de generaciones enteras. La gente lee mucho y tiene una idea formada de qué sea el arte pero la confusión es grande y se toma por arte una cierta pericia artesana que refulge con historias edulcoradas y lágrimas de cristal, corruptora de la sensibilidad. 

              Es patético asistir a un encuentro entre el autor y sus lectores donde estos muestran su embeleco por su manera de escribir y aquel les aplaude a rabiar. Es frustrante ver a todo un país comentando con regocijo la caída de una política regional porque se le ha pillado hurtando dos tarros de crema sin ver la degradación que eso supone: que se le haga caer por los actos incontrolados de una enfermedad en vez de por sus conscientes mentiras sobre la manipulación de un título universitario y que se admita el chantaje como forma de hacer política. La sociedad está dopada con interminables sesiones de deporte, pasarelas de moda y programas de sentimientos exhibidos. No es extraño que masas importantes de gente quieran sustituir al parlamento o a los tribunales, que un cartel o un lazo exhibido tenga más fuerza que los argumentos de un dictamen o el articulado de una ley. La cursilería corroe el carácter, degrada la vida social. La contrapartida es que los hombres duros, aquellos que no conceden un milímetro a la cursilería se tornan hoscos, se les agría el carácter y terminan por desarrollar la misantropía.

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