jueves, 22 de febrero de 2018

Vivir solos juntos, de Tzvetan Todorov



           Tzvetan Todorov reunió en Vivir solos juntos una serie de pequeños ensayos que había escrito a lo largo de su vida, en concreto entre 1983 y 2008 (murió hace ahora un año), dedicados a diferentes autores: La Rochefoucauld, Rousseau, Mozart, Constant, Stendhal y Beckett, acompañados de otro sobre El descubrimiento de América y añadiendo un retrato inicial de su amigo Edward Said, en el que trata de mostrar lo que les unía y lo que les separaba y que le sirve para hacer un recuento de su propia trayectoria intelectual, así como un epílogo, más largo, dedicado a Goethe.

         ¿Qué une a estos personajes, qué busca Todorov al estudiarlos? Lo que les une es una manera de tentar la realidad, una visión humanista. Qué sea el humanismo trata de definirlo en los ensayos dedicados a Rousseau y Benjamin Constant. Ese concepto, que hoy se adjudica a quienes tienen una visión quizá demasiado optimista de la humanidad hasta el punto de que Todorov habla de antropolatría. surgió en el Renacimiento para definir a los hombres de letras que redescubrieron a los antiguos, buscando argumentos de autoridad para defender una perspectiva de la naturaleza centrada en el hombre. Para fijar con propiedad una definición de humanismo, Todorov la delimita con tres proposiciones: el hombre es el origen de sus actos, el hombre es la finalidad de sus actos y es él quien define el marco de su propia visión. Siguiendo a Rousseau y a Constant, la humanidad está compuesta por ciudadanos iguales ante la ley, y como tal intercambiables -todos somos iguales, con los mismos derechos-, y por individuos diferentes, y como tal irreductibles. En el debate de los ilustrados -Montesquieu, Hobbes, Rousseau, Descartes- sobre la mejor forma de gobernarse, Benjamin Constant, un europeo avant la letre, al parecer de Todorov, es quien habría hecho la mejor síntesis, que viene a ser una defensa de la democracia liberal, fundada en una legítimidad de origen, la voluntad libre y común del pueblo de Rousseau, pero limitada por la legitimidad de ejercicio, pues en su ejercicio el poder ha de respetar tanto la ley como la autonomía del individuo, salvaguardándola, según Montesquieu, del autoritarismo. Es el sistema político que nos hemos dado en Occidente con todas sus imperfecciones, entre las que Todorov señala el trato que ahora damos a los inmigrantes. Un sistema político que debe estar guiado por el humanismo, “nada debe ser más importante que la preocupación por el otro”. La humanización política sería el cambio crucial en la mentalidad europea que atisbó desde su siglo Benjamin Constant, temiendo el peligro, siempre presente en el poder, de la instrumentalización: “Una palabra, una mirada o un apretón de manos siempre me han parecido preferibles a toda razón y a todos los tronos de la tierra”.

          El hilo que une a los personajes que estudia es el humanismo. Con Edward Said compartió amistad y exilio, pues ambos vivieron en países muy distintos de los que procedían, Said llegó a Nueva York desde Palestina, Todorov a París desde Bulgaria. Said practicó un humanismo radical y desconfiado de cualquier tipo de poder lo que le llevó a entrar en conflicto tanto con el país de acogida como con el de su procedencia. Todorov, por el contrario, asegura, era más partidario del acuerdo y el diálogo. Es la preocupación por el otro, el amor por el otro como sentimiento más elevado del mundo humano, lo que mueve el análisis del resto de los ensayos del libro. Así en la disputa entre Kant: mentir, en cualquier caso, es contrario a los principios del bien, y Constant, el objetivo en la acción humana es no perjudicar al otro, Todorov se decanta por el último. La conquista de América sería el paradigma del descubrimiento del otro. Cómo descubrimiento tuvo dos momentos, el geográfico de Colón, que no supo adónde había llegado y qué es lo que descubría, pues primero pensó en China y Japón y después en un continente austral, y la idea de que se descubría un nuevo continente separado por un gran océano de Catay y Cipango, que pertenece a geógrafos eruditos, como el alemán Martin Waldseemüller, que con los datos que fue recopilando de diversas fuentes propicio que se hablase de América. Pero lo más difícil resultó reconocer a los habitantes del nuevo continente, tan diferentes a lo que se conocía que se les dio el nombre de indios.

          En el ensayo dedicado a Rousseau el tema es el combate de ideas pora establecer el origen de la moral. En esa disputa, rastrea los orígenes del maniqueísmo tan frecuente en las instituciones religiosas, en especial en el catolicismo: el bien lo determina la ley y sus intérpretes -la Iglesia- y políticas, en los sistema autoritarios, como el que defendía Hobbes, donde el Estado y su soberano determinan lo que es justo y el individuo no debe interrogarse sino someterse. En ambos, el fundamento moral tiene un origen externo al hombre. Por el contrario en el protestantismo no hay mediaciones, pues el individuo oye en su interior la voz de Dios, del mismo modo que en Rousseau la humanidad empieza en el momento en que el hombre distingue el bien del mal. La moral sólo puede existir en sociedad: “Todo lo que en mí hay de moral mantiene siempre relaciones fuera de mí. Si siempre hubiera vivido solo, no tendría ni vicio ni virtud”. “Sólo haciéndose sociable se convierte en un ser moral”. La posición humanista defendida por Rousseau no es maniquea (el bien proviene de Dios, el mal del demonio; el primero gobierna el alma, el segundo el cuerpo), pues afirma que ambos, virtudes y vicios, brotan de la misma fuente, la humanización -o socialización-. Es la conciencia la que establece el criterio del bien y del mal, quien tiene la capacidad del juicio moral y la razón la que establece el marco cuya universalidad reconocen todos los hombres, cristianos, ateos o musulmanes.

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