miércoles, 21 de febrero de 2018

Goethe o el otro como objeto de la propia obra y de la misma vida



               Si ha habido un combate decisivo en la modernidad es el que ha enfrentado al sentimiento romántico contra la contención y la serenidad clásica. Mientras el individuo romántico, desde Rousseau en adelante, se encarcelaba en su yo y sus quimeras, el hombre clásico, que creía que la humanidad en su conjunto lo puede todo, se ofrecía a dialogar con él tendiéndole la mano, espacio donde intercambiar y reconocimiento. Goethe es ese hombre, tal como nos lo muestra Todorov en Un perfil de Goethe, en Vivir solos juntos. Goethe buscó interlocutores en la pléyade de filósofos y escritores, contemporáneos suyos, todos geniales, del idealismo alemán, aunque se negó a escribir tratados como ellos porque prefería textos menos trascendentales. Al fin escogió como interlocutor al romántico Schiller. Goethe para pensar necesitaba que el otro estuviese presente. “El hombre verdadero es sólo la humanidad entera, y el individuo sólo puede estar contento y ser feliz si tiene el valor de conocerse como un elemento del todo”, sostenía. También que el hombre es en sí mismo un ser colectivo y que lo propiamente humano es la vida en diálogo. Frente a las Confesiones del yo solitario de Rousseau o a las inacabadas autobiografías de Stendhal que no tenía claro si él era un sujeto o un objeto, Goethe, en Poesía y verdad, lo más cercano a una autobiografía que escribió, huye del individuo en sí, que no existe sino en interacción con el mundo. Este no es un relato en todo caso de los sentimientos del sujeto sino de lo que ha visto y oído. Goethe transforma el conócete a ti mismo socrático en el hombre se conoce a sí mismo en la medida que conoce el mundo. Todo ser humano es plural, no es uno en cada circunstancia de su vida, esa pluralidad le permite entender al otro, lo que le resultaría imposible si estuviese encerrado en su nuez. Valga esta cita que resume tanto el espíritu de Goethe como el de Todorov:
En Dresde [Goethe] conoce a un humilde zapatero cuya vida cotidiana no es fácil, y por eso mismo no puede evitar admirar 'la serenidad con la que contemplaba su propia vida, llena de molestias y estrecheces, pobre y penosa, las bromas que hacía de los males y las incomodidades, su convicción imperturbable de que la vida es un bien en sí'. No se trata de pretender que todo va siempre bien. La vida es a menudo penosa, y los males no están ausentes, pero el zapatero (y Goethe con él) se niegan a sistematizar estas condenas puntuales en rechazo general. No podemos afirmar que toda la naturaleza es mala, ya que nosotros mismos y nuestra capacidad de juzgar formamos parte de ella. Ni que todos los hombre son malos, porque en realidad están necesariamente provistos de características múltiples, incluso contradictorias”.

         Las críticas de Goethe al pensamiento romántico de su época valen para la nuestra, aunque es difícil hoy hacer atractiva la imperturbabilidad clásica. Goethe la oponía a la posición agustiniana en disputa con Pelagio, asumida por el cristianismo triunfante, que atribuía la miseria y maldad al pecado original, como se opone a sus amigos melancólicos que lamentaban su benevolencia con el mundo y a los poetas ingleses de su época “que extienden por sus escritos una desagradable atmósfera de repulsión hacia todo”. “La sabiduría que nos inculcan a todos parece ser que digamos no a la vida, y todo deseo de una vida mejor está mal visto. Cuanto más amargo es el cáliz, mejor cara debemos poner”, remata Todorov. Tanto entonces como ahora en muchos anida un insondable hueco, la nostalgia del absoluto. Frente a ella, la humanidad.

         Si Goethe desdeña al individuo es porque cree que lo humano es universal. Lo ve, por ejemplo, en el arte, en su superioridad que procede de que es exclusivamente humano. “Como hombre, como ciudadano, el poeta amará a su patria. Pero la patria de su fuerza y de su actividad poética es el Bien, lo Noble y lo Bello,que no están vinculados a ninguna provincia en especial, a ningún país en especial, y que capta y forma allí donde los encuentra”. En el arte reconocemos al otro y él nos reconoce. “Toda poesía nacional es vana o llegará a serlo si no se basa en lo que ante todo hay de humano”. “En el trato diario me interpongo entre mí mismo y mi apariencia”. Para Goethe el pensamiento es dialógico, se produce, no mediante los pesados tratados de sus contemporáneos, sino observando sin juzgar y escuchando y compartiendo con el otro lo que observo.


          Goethe murió en 1832 cuando el movimiento romántico ganaba la partida y se extendía ominosamente por toda Europa. También hoy es difícil aceptar como modelo el ideal clásico que encarnaba Goethe, el hombre más feliz del mundo.

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