He
pasado media vida en librerías y bibliotecas, mientras la vida
verdadera fluía en las calles de
las que yo huía
a ritmo veloz, colectando cosas que ahora sé eran misérrimas. Como esta.
“En España coinciden los sufrimientos y los horrores -apenas superados todavía- de casi cuarenta años de opresión fascista con los efectos de un proceso de industrialización a toda máquina desarrollado de un modo extraordinariamente rápido en la última década, un proceso de consecuencias sociales y ecológicas mucho más catastróficas que en cualquier parte de Europa. A la luz de todo ello creo que puede afirmarse no sólo que España está sobradamente madura para la realización del comunismo, sino también que, sobre la base de sus condiciones internas, está precisamente llamada a convertirse en detonante de esa revolución en toda Europa Occidental.”
Eso
escribía Wolfgang Harich en 1975, en ¿Comunismo
sin crecimiento?, en
la Editorial Materiales, de la mano de Manuel Sacristán, filósofo
español de gran nombradía entonces. Esa
forma de pensar en el alero no ha decaído pues muchos electores
españoles, por millones, dieron su voto no hace mucho a sus
sucesores.
La
mayoría de esos libros eran ilegibles, ojeé algunas páginas sueltas, llevaban en sus lomos el prestigio de la época y la pesadez del
pensamiento de madera seca. Ahora sucede lo mismo, libros, discursos, palabras volanderas. La vida se nos escapa, sólo la vemos cuando se ha ido. Menos
mal que de vez en cuando caía en mis manos alguna golosina, como
esta:
Una
palomita
a
quien yo adoré,
preciosa
paloma,
me
olvidó y se fue.
Me
encontré un pastor
y
le pregunté:
-A
mi palomita,
¿no
la ha visto usted?
-Esa
tu paloma
con
otro se fue.
Me
subí a la torre,
me
puse a mirar,
como
no la vi
me
puse a llorar.
¡Pobrecita
palomita,
el
gavilán la mató!
Allí
está la sangrecita
donde
la despedazó.
¡Ay,
de mi paloma,
ay,
de mí qué haré!
Yo
sin mi paloma
pronto
moriré.
Preciosa
copla anónima, que se
cantaba en la Nueva
Granada -Colombia-
del siglo XVIII.
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