Ya
sea su inacción, tan evidente en el caso catalán, como su acción
precipitada en el caso de la prohibición de los presos políticos
pixelados en la feria de ARCO, se constata la moribundia de un
partido hasta ahora axial en la política de este país, hasta el
punto de creerse y actuar como la conciencia autorizada del sentir de
la nación. Como nadie se la ha disputado se ha echado a dormir,
atrofiadas sus señales de alarma, lento de reflejos. No es que sus
representantes sean viejos, algunos lo son y otros no aunque lo
parecen, sino que piensan, actúan, se visten y se manifiestan como
los genuinos, altivos, únicos e indiscutibles representantes y
padres del ente llamado España. Pero se acabó. Quizá en algún
momento eso fuese así, por incomparecencia del otro, los ciudadanos
españoles les concediesen el don de ser España, pero el país ha
cambiado, no lo reconocerían las momias resucitadas, pero tampoco lo
reconocen los portavoces tronituantes que desde los atriles se agitan
nerviosos hablando con palabras vacías a fantasmas envejecidos y a
estandartes enterrados. Los españoles nacidos al mundo en estos años
atrás, con sus grandes defectos formativos, su reducida visión
cosmopolita, no muy distinta de la de otros tiempos, es posible que
incluso un poco mejor, andaban en busca de reconocimiento, echaban en
falta por decirlo así algo más de luz en el salón y una mayor
amplitud social en el acceso a los cargos del Estado, coto cerrado
hasta ahora de unas élites cooptadas dentro de una burguesía más o
menos extensa que atesoraba méritos en escuelas y centros
exclusivos. En eso los duplicados autonómicos, ejemplarmente el
catalán, han seguido fielmente el modelo central. Durante un tiempo
funcionó el pasado, tanto para el poder como para la oposición,
como forma de legitimidad, pero ya nadie mira hacia atrás: las
pensiones, la dependencia, la precariedad, el anhelo de igualdad, la
agilidad de la administración, la competencia digital, la
reordenación de las alianzas internacionales pasan hoy por las
arterias envejecidas del Estado. Ese es el ser de España que clama
por nuevos gestores con mirada fresca y sin conciencia de
patrimonialización que rejuvenezcan las caducas estructuras.
Había
pensado este texto en singular, pero creo que le corresponde el
plural. Si hay un partido concebido como Administrador del Estado e
incluso como propietario de su vasta Geografía y albacea de su
Historia, hay otro que nació y ha funcionado como Líder de la
Oposición, incluso cuando ha gobernado largamente lo hacía, pues
todo lo que dice y ha hecho es una reclamación continua a quien dice
que el país es suyo, no disputándole por tanto la
patrimonialización, sino pidiendo que distribuya mejor, reparta más
extensamente, amplíe su cobertura, sin pensar demasiado en proponer
de que modo se acreciente la riqueza común. Incluso partidos más
recientes, pero muy antiguos en el modo de armarse, nacen como solo
peticionarios, porque lo quieren todo y ya, sin importar si hay o no
algo que repartir, pues creen que el Estado es un fondo sin fondo del
que cualquier cosa se puede extraer.
“En nuestra tradición, el Estado es un dios secular y, como tal, el proveedor ilimitado de gracias, privilegios y prebendas, pero sólo a los “buenos”, es decir, a los míos. En este contexto, la idea de responsabilidad personal se diluye. Sólo cuenta lo que se me debe inmediatamente y gratis. El Estado lo puede todo. En definitiva, contamos con la letra del constitucionalismo, pero la música no suena melodiosa del todo”.
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