martes, 6 de febrero de 2018

Sepultura libresca



            No ha parado de llover desde que hace tres días comenzara a media mañana. Las calles parecen arroyuelos que no encontrasen dónde desaguar. Es el mismo tiempo que llevo iniciando una tarea que me resulta igualmente difícil, deshacerme de los libros inútiles que he ido acumulando en décadas. Cada uno de ellos me recuerda el lugar donde los compré, la compañía, mi exaltación de entonces. Los vuelvo a ojear, la primera página, algunos párrafos interiores. Me detengo en uno de ellos:
Un discurso teórico no puede pretender ‘explicar’ un funcionamiento significante al que nuestra cultura sólo acepta relegándole al arte, vale decir a las bibliotecas o los coloquios. A lo sumo puede tratar de intervenir en los sistemas conceptuales admitidos y en curso, y esto a partir de la experiencia que el sujeto de la teoría puede tener de ese funcionamiento. En lo que sigue se trata por una parte, de una tentativa intra-teórica con consecuencias ideológicas (desde un punto de vista de un ‘agotamiento de la experiencia’ de Artaud), y de otra parte de una invasión de la neutralidad teórica positivista mediante la experiencia del sujeto de la teoría, mediante su capacidad de ponerse en proceso, de franquear el cerco de su unidad, aunque sea esta escindida, y luego volver al lugar frágil de la metalengua para denunciar la lógica de ese proceso presentido, ya que no experimentado”.
        El texto está publicado en París en 1973 y en Argentina la traducción, que tengo la que tengo entre mis manos, en 1975. Es el estilo que predominaba en esos años posteriores al mayo del 68, entonces se denominaba estructuralismo o semiótica, según predominase la variante francesa o italiana y, más tarde, bajo la influencia americana, la French Theory. Durante al menos un par de décadas fue una losa que impidió que las mejores mentes levantasen el vuelo, atrapadas en ese discurso obtuso y vacío. También contaminó la política de izquierdas, al menos esa izquierda que recientemente ha emergido de las catacumbas, que no ha sido capaz del todo de liberarse de los tópicos que aquellos intelectuales fijaron. Los textos que tengo entre manos tienen algo de pegajoso que impide dejarlos caer y en vez de arrojarlos a la caja que irá a la basura me entretengo saltando de una página a otra, paralizado por el ritmo que la lluvia va creando en los cristales y en la barandilla.
Estos textos piensan a partir de, o, en Artaud: no se trata de reducir a Artaud a un ejemplo de otra cosa (una filosofía), o de ofrecer todo Artaud al margen del propio Artaud. Se trata de desentrañar aspectos, niveles de una problemática que excede y es excedida por el texto que denominamos Artaud. Artaud da su nombre no como autor a ese texto que, como campo, se extiende desde lo natural a lo social, desde lo sexual a lo escritural. Para rendir cuenta de ese campo (de contradicción, de negatividad: de batalla) se encarnizan el marxismo, la lingüística, el psicoanálisis. Como si en el hueco de la filosofía surgieran nudos de lenguaje, de pulsiones y luchas de clases que solo pueden ser cortadas por esas ciencias que se engarzan para capatr lo otro de sí que, paradójicamente, conlleva el sí”.


        La lluvia sigue con una intensidad desconocida, no sé si con el afán inquisidor de hacer de mí un hombre nuevo o de cercar y embalsamarme en mi habitación, rodeado de textos con miles de palabras muertas.

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