miércoles, 7 de febrero de 2018

Cada día es del ladrón, de Teju Cole



De Teju Cole leí Ciudad abierta, me pareció una magnífica novela. Esta que ahora leo es anterior, de 2007, aunque Acantilado -qué placer leer las buenas ediciones de esta editorial- la ha publicado recientemente. El espíritu, la forma de escribir del autor, es parecido. El autor deambula, observa, conversa, selecciona lo que va a contar, a la manera del flâneur de Baudelaire, lo que produce en el lector un efecto impresionista. Si en aquella el sujeto del relato era Nueva York, aquí es Nigeria, más en concreto Lagos. Teju Cole se ha criado a caballo entre los dos paisajes, ahora, tras quince años, vuelve a la gran ciudad africana y nos muestra el contraste con la metrópoli americana, es feliz de volver pero siente el desagrado de toparse con una ciudad que, aunque ha entrado en el tráfico febril de la globalización, no ha desterrado las taras del mundo por desarrollar. De ahí el título, que hace referencia a las mordidas que se exigen por doquier, al temor a ser asaltado, a la corrupción. Teju Cole expone los defectos de esta sociedad, un país entregado a la religión, mitad musulmana, mitad cristiana, que se proclama como el pueblo más feliz de la tierra, pero donde la vida va a trompicones, asaltada por los apagones nocturnos, por la burocracia, por la falta de oportunidades, por la brecha social. Teju Cole siente que aquí tendría las mil anécdotas que necesita para construir una novela frente a la uniformidad y el aburrimiento del mundo rico, pero le asusta la inseguridad. Así que vuelve a Nueva York.

Su forma de captar la realidad es la del mosaico colorista cuyos fragmentos construyen el conjunto, pero hay alguna de las historias que cuenta que calan más que otras. El autor protagonista siempre está presente, pero a veces muy por encima de la anécdota. Hay un capítulo que dedica, por ejemplo, a su relación con la madre que es desgarrador, viene a decir que si se marchó de Lagos fue porque no se entendía con su madre. Ésta poco después también puso rumbo a EE UU, pero se estableció en California, lejos de la Costa Este donde él habita. Nunca se han reencontrado. Otro capítulo lo dedica, para mi gusto el más redondo, al encuentro con un joven igbo que viene a su casa a recoger un paquete de libros. Hablan, el joven nigeriano desea mostrarse amistoso, busca el contacto que le permita saltar a EE UU. A Teju Cole no le molesta mostrar la brecha social, la distancia que los separa, no le presta la ayuda que el otro le reclama. Al final, el mismo día que ha de abandonar Nigeria, el protagonista enferma de malaria, una metáfora, no sé si real, de la imposibilidad de permanecer en África.

No siempre los capítulos son redondos, no tienen el mismo interés, pero es ese mariposeo por la ciudad y sus temas, como si el conjunto fuese un bosquejo, una obra inacabada, esa espontaneidad lo que le da la frescura marca de la casa, una levedad que es la virtud que falta en los autores que provienen de la tradición clásica occidental.

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