De
Teju Cole leí Ciudad abierta, me pareció una magnífica novela.
Esta que ahora leo es anterior, de 2007, aunque Acantilado -qué
placer leer las buenas ediciones de esta editorial- la ha publicado
recientemente. El espíritu, la forma de escribir del autor, es
parecido. El autor deambula, observa, conversa, selecciona lo que va
a contar, a la manera del flâneur de Baudelaire, lo que produce en
el lector un efecto impresionista. Si en aquella el sujeto del relato
era Nueva York, aquí es Nigeria, más en concreto Lagos. Teju Cole
se ha criado a caballo entre los dos paisajes, ahora, tras quince
años, vuelve a la gran ciudad africana y nos muestra el contraste
con la metrópoli americana, es feliz de volver pero siente el
desagrado de toparse con una ciudad que, aunque ha entrado en el
tráfico febril de la globalización, no ha desterrado las taras del
mundo por desarrollar. De ahí el título, que hace referencia a las
mordidas que se exigen por doquier, al temor a ser asaltado, a la
corrupción. Teju Cole expone los defectos de esta sociedad, un país
entregado a la religión, mitad musulmana, mitad cristiana, que se
proclama como el pueblo más feliz de la tierra, pero donde la vida
va a trompicones, asaltada por los apagones nocturnos, por la
burocracia, por la falta de oportunidades, por la brecha social. Teju
Cole siente que aquí tendría las mil anécdotas que necesita para
construir una novela frente a la uniformidad y el aburrimiento del
mundo rico, pero le asusta la inseguridad. Así que vuelve a Nueva
York.
Su
forma de captar la realidad es la del mosaico colorista cuyos
fragmentos construyen el conjunto, pero hay alguna de las historias
que cuenta que calan más que otras. El autor protagonista siempre
está presente, pero a veces muy por encima de la anécdota. Hay un
capítulo que dedica, por ejemplo, a su relación con la madre que es
desgarrador, viene a decir que si se marchó de Lagos fue porque no
se entendía con su madre. Ésta poco después también puso rumbo a
EE UU, pero se estableció en California, lejos de la Costa Este
donde él habita. Nunca se han reencontrado. Otro capítulo lo
dedica, para mi gusto el más redondo, al encuentro con un joven igbo
que viene a su casa a recoger un paquete de libros. Hablan, el joven
nigeriano desea mostrarse amistoso, busca el contacto que le permita
saltar a EE UU. A Teju Cole no le molesta mostrar la brecha social,
la distancia que los separa, no le presta la ayuda que el otro le
reclama. Al final, el mismo día que ha de abandonar Nigeria, el
protagonista enferma de malaria, una metáfora, no sé si real, de la
imposibilidad de permanecer en África.
No
siempre los capítulos son redondos, no tienen el mismo interés,
pero es ese mariposeo por la ciudad y sus temas, como si el conjunto
fuese un bosquejo, una obra inacabada, esa espontaneidad lo que le da
la frescura marca de la casa, una levedad que es la virtud que falta
en los autores que provienen de la tradición clásica occidental.
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