“No existe el ‘gran’ criminal: todo criminal es pequeño, es un desgraciado, no porque a menudo sea un delincuente de poca monta, estafador, falsificador, ladrón de ancianas o de ciclomotores (como Lacenaire, Romand y Meilhon), sino porque es un criminal. Si el siglo XX nos ha dejado algunas lágrimas, guardémoslas para Laëtittia, para Jessica, para su mamá, para todos los masacrados que no tienen túmulo, que no duermen en paz. Que nuestra fascinación y nuestra ternura vayan a los inocentes”.
Cómo
cambian las cosas si en vez de interrogar a Tony Meilhon interrogamos
a Laëtittia Perrais, si en vez de convertir en mito al asesino
abrimos los interrogantes en torno a la víctima. Es lo que hace Ivan
Jablonka en este libro extraordinario. El 18 de enero de 2011
Laëtittia Perrais, de dieciocho años, en un lugar cercano a Nantes
fue violada, asesinada y descuartizada. Dos días después se detuvo
al asesino que se negó a indicar dónde había arrojado el cadáver.
El suceso se convirtió en un crimen mediático que alborotó
Francia, con intervenciones del presidente Sarkozy y huelga de jueces
incluidas. En el siglo XX fueron famosos los casos de novelistas o
filósofos que tomaron las figuras de asesinos célebres como héroes
malignos, incluso como alter ego del escritor, para desvelar las
brechas del poder, el lugar por donde penetrar en sus estructuras y
poner en evidencia su maldad, la que permite que el propio criminal
exista. El propio Jablonka nos recuerda al Genet de Nuestra Señora
de las Flores, al Truman Capote de A sangre fría, al
Foucault de Pierre Rivière, al Norman Mailer de La canción
del verdugo o al más reciente
El adversario de
Emmanuel Carrère.
Así
que seguir a la víctima, en vez de al asesino, desde que nace en una
familia destrozada, con un padre violento y alcohólico, pasa por las
instituciones de la asistencia social, por hogares de acogida, entre
los cuales, en el más duradero, el de la familia Patron, el padre es
un abusador sexual, y acaba con la muerte violenta, es una perspectiva
distinta. Jablonka, con las técnicas del historiador que es y del buen escritor,
reconstruye los pedazos de la vida rota de Laëtittia y su gemela
Jessica con la intención de reconstruir lo que el asesino había
despedazado. En su investigación se ocupa de las instituciones y las
personas que tuvieron que ver con su vida y con su muerte, los que
debían educarla y cuidarla y no lo hicieron, los que debían haber
velado por su seguridad, de quienes no le brindaron afecto y de quienes sí lo hicieron, de las familias, de la
asistencia social, de los colegios, de los amigos; se ocupa de los
periodistas, de fiscales y jueces, del gobierno y su presidente, de
quienes hicieron bien su trabajo y de quienes no lo hicieron porque pretendieron convertirla en mito mediático para sus intereses personales.
Recorre la geografía de esa parte de Bretaña, las viviendas, los
colegios, los bares, el restaurante donde Laëtittia empezaba a
trabajar, el taller donde fue descuartizada, los estanques donde sus
trozos fueron arrojados. En el camino Jablonka también desvela su
trabajo, sus métodos, sus preferencias, los motivos para hacer su
investigación y escribir el libro. Es un historiador, pero también un hombre,
intenta comprender, buscar la verdad de lo que sucedió y de qué modo le afecta personalmente al inmiscuirse, qué efectos produce su intervención y que huella emocional le deja el caso. Al final, en los
últimos capítulos, explica lo que un hecho como este puede mostrar
sobre el momento histórico que vivimos, el fin del patriarcado, los
defectos y virtudes de la democracia, en fin, sondear la profundidad
histórica y humana y cómo puede suceder que “el fracaso de la democracia se
transforme en tragedia griega”.
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