viernes, 16 de febrero de 2018

Laëtittia o el fin de los hombres


No existe el ‘gran’ criminal: todo criminal es pequeño, es un desgraciado, no porque a menudo sea un delincuente de poca monta, estafador, falsificador, ladrón de ancianas o de ciclomotores (como Lacenaire, Romand y Meilhon), sino porque es un criminal. Si el siglo XX nos ha dejado algunas lágrimas, guardémoslas para Laëtittia, para Jessica, para su mamá, para todos los masacrados que no tienen túmulo, que no duermen en paz. Que nuestra fascinación y nuestra ternura vayan a los inocentes”.

        Cómo cambian las cosas si en vez de interrogar a Tony Meilhon interrogamos a Laëtittia Perrais, si en vez de convertir en mito al asesino abrimos los interrogantes en torno a la víctima. Es lo que hace Ivan Jablonka en este libro extraordinario. El 18 de enero de 2011 Laëtittia Perrais, de dieciocho años, en un lugar cercano a Nantes fue violada, asesinada y descuartizada. Dos días después se detuvo al asesino que se negó a indicar dónde había arrojado el cadáver. El suceso se convirtió en un crimen mediático que alborotó Francia, con intervenciones del presidente Sarkozy y huelga de jueces incluidas. En el siglo XX fueron famosos los casos de novelistas o filósofos que tomaron las figuras de asesinos célebres como héroes malignos, incluso como alter ego del escritor, para desvelar las brechas del poder, el lugar por donde penetrar en sus estructuras y poner en evidencia su maldad, la que permite que el propio criminal exista. El propio Jablonka nos recuerda al Genet de Nuestra Señora de las Flores, al Truman Capote de A sangre fría, al Foucault de Pierre Rivière, al Norman Mailer de La canción del verdugo o al más reciente El adversario de Emmanuel Carrère.

          Así que seguir a la víctima, en vez de al asesino, desde que nace en una familia destrozada, con un padre violento y alcohólico, pasa por las instituciones de la asistencia social, por hogares de acogida, entre los cuales, en el más duradero, el de la familia Patron, el padre es un abusador sexual, y acaba con la muerte violenta, es una perspectiva distinta. Jablonka, con las técnicas del historiador que es y del buen escritor, reconstruye los pedazos de la vida rota de Laëtittia y su gemela Jessica con la intención de reconstruir lo que el asesino había despedazado. En su investigación se ocupa de las instituciones y las personas que tuvieron que ver con su vida y con su muerte, los que debían educarla y cuidarla y no lo hicieron, los que debían haber velado por su seguridad, de quienes no le brindaron afecto y de quienes sí lo hicieron, de las familias, de la asistencia social, de los colegios, de los amigos; se ocupa de los periodistas, de fiscales y jueces, del gobierno y su presidente, de quienes hicieron bien su trabajo y de quienes no lo hicieron porque pretendieron convertirla en mito mediático para sus intereses personales. Recorre la geografía de esa parte de Bretaña, las viviendas, los colegios, los bares, el restaurante donde Laëtittia empezaba a trabajar, el taller donde fue descuartizada, los estanques donde sus trozos fueron arrojados. En el camino Jablonka también desvela su trabajo, sus métodos, sus preferencias, los motivos para hacer su investigación y escribir el libro. Es un historiador, pero también un hombre, intenta comprender, buscar la verdad de lo que sucedió y de qué modo le afecta personalmente al inmiscuirse, qué efectos produce su intervención y que huella emocional le deja el caso. Al final, en los últimos capítulos, explica lo que un hecho como este puede mostrar sobre el momento histórico que vivimos, el fin del patriarcado, los defectos y virtudes de la democracia, en fin, sondear la profundidad histórica y humana y cómo puede suceder que “el fracaso de la democracia se transforme en tragedia griega”.

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