Que el amor es una afección de la psique todo el mundo lo sabe cuando ve sus estragos en la personalidad de los amigos, casi nunca en la propia. Alberto Manguel reunió cien pruebas de ese mal que cuando nos contamina nos hace creer que hemos accedido al séptimo cielo. Nada raro para los estudiosos de la electroquímica del cerebro. Leyendo con distancia los testimonios que Manguel nos ofrece en su Breve tratado de la pasión, desde la época del amor cortés a Margaret Atwood, comprobamos que los amores raramente son duraderos, que cuando brotan como tallos frescos tienen fecha de caducidad aunque los amantes se hagan las promesas de eternidad que llegan a creer: “Allí donde voy, mi corazón se enternece por ti y así será hasta que se enfríe para siempre”, escribe el celoso y posesivo Laurence Sterne a Catherine Fourmantel. Chejov, que era más frío, protesta: “Querida eres mi esposa...”. Hasta los hombres más curtidos, inteligentes o cultos, no sé si racionales, caen en la pasión: Pierre por Marie Curie, Napoléon por Josephine, Nelson por Lady Hamilton. Sólo uno de los dos ama, el otro se deja querer, tal como sentenció Borges, incluso cuando los dos están cogidos por la pasión, el amor es unidireccional: el amado es un objeto que se espera poseer para que sirva de reflejo del propio amor. Por eso es tan vistoso en los poetas enamorados de sus sonetos: “Oh dulces prendas por mí mal halladas”. La pasión amorosa tan literariamente cultivada es una forma de sublimar la biología del deseo que conduce a la esclavitud (Cocteau de Juan Marais: “Ahora ya sé el mal que sufro y arrastro: eres tú. Es vivir sin ti.Vivir sin ti es atroz”). Lo más curioso es que el amante suele caer en el sufrimiento y la desdicha, al principio por temor a no ser correspondido, después por las dudas sobre si la persona amada perseverará en la pasión y a menudo por unos celos que le dejan en un sinvivir. Y goza del sufrimiento. Simone de Beauvoir escribe “Soy feliz de ser tan amargamente infeliz, y es dulce tener parte de esa misma tristeza”. Una persona racional, y libre de pasión, que asiste al espectáculo del amor, no puede menos que sentir compasión por los desdichados.
Sólo
la pasión amorosa se convierte en una locura aceptada socialmente,
incluso admirada con envidia, en el curso de la cual los
protagonistas suelen decir cosas inaceptables en cualquier otro
contexto: No quiero ser tu esposa, sino tu concubina o meretriz, le
dice Eloisa en una carta a su amado Abelardo, “tu ramera, antes que
emperatriz”. Es tal la locura que al enamorado no le importa hacer
saber que al igual que ama odia, por ejemplo, Nadejda le escribe a un
Chaikovski casado: “Odié a esa mujer porque no te hacía feliz,
pero la habría odiado cien veces más si hubieras sido feliz con
ella”. Que es una adición lo demuestra esa frase tan repetida que
asegura que no puedo vivir sin ti y que es una ilusión generada en
la cámara oscura del cerebro, el que el enamorado no atienda a
razones cuando se le hace ver que en el amado o la amada no hay la
belleza que él supone. Lord Chesterfield reconoce que no le importa
haberse enamorado de una dama con quien ha yacido tres noches sin
haberla visto el rostro. Que el amor obedece a los impulsos del
sentimiento, y a menudo de la concupiscencia, y no a las reglas de la
razón lo muestra el devenir sentimental de un hombre como Lewis
Carroll que fotografiaba y escribía a las hijas menores de sus
amigos sin pudor. Qué hubiese sido en la era del Metoo del
pobre autor de Alicia. La pasión sólo puede darse en
espíritus juveniles que se niegan a crecer: “Tú nunca -yo no te
dejaré- tienes que crecer y hacerte razonable, y yo nunca -no debes
permitírmelo- creceré y me haré razonable; siempre seremos jóvenes
sin juicio”, le dice Dylan Thomas a su adorada. En el fondo saben
que la pasión arrebatadora no puede durar: “Dime que me quieres
aunque sea mentira” y que no tiene futuro: “Permíteme el tiempo
presente”, dice Margaret Atwood en un verso.
El
Chopin que aludía al coño como el re bemol mayor se queja a
su amada que sin la pasión que lo devora ya habría compuesto varios
preludios y hasta algún concierto, pero si el amor a algunos
paraliza, para otros es un poderoso motor de acción, llena de
energía a quienes lo padecen. Napoleón o Nelson se muestran como
sufrientes amantes en medio de la batalla, incluso se diría que no
hubiesen sido lo que fueron sin su acicate. Pero si en ellos la pasión
parece genuina, qué decir de Josephine o de Lady Hamilton a las que
no importaba compartirlos con otros. Josephine buscaba brazos más
jóvenes y Emma era tan admirada por su marido Lord Hamilton como por
la sociedad de su época y no le importaba el mènage a trois
con su marido y Nelson. No es difícil concluir que de quien estas
dos mujeres estaban enamoradas era en realidad de la fama más que
del general retaco o del almirante manco y desdentado.
Pero
es justo reconocer que algunos literatos se llevaban muy mal con la
pasión amorosa. Byron escribía lo que no sentía a Aurora leigh,
Baudelaire convertía el amor en etéreos bordados de humo, Joyce hacía sátiras (en Música de cámara),
Auden se burlaba sarcásticamente y Borges se siente tan incómodo
declarando su amor a Estela Canto que le dice: “Escribo como algún
horrible poeta prosista”. Pero algunas veces el amor triunfa sobre
la pasión, tal es el caso de la bonita historia entre el homosexual
Lytton Strachey: “Es cierto que la excitación inicial (…) se ha
apagado: pero algo más profundo ha surgido en su lugar” y Dora
Carrington que tras la muerte de aquel le escribe: “Es imposible
concebir que nunca más me sentaré contigo y escucharé tu risa. Que
cada día del resto de mi vida tú no estarás”.
La ilusión de la literatura nos hace creer que es posible vivir las emociones que nos trasmite, pero la vida real no es así.
2 comentarios:
Entre todos los comentarios que la pasión y su monaguillo el amor (oh el amor! oh la mar! qué bellos temas para hablar) generan en su escrito, olvida el auténtico rayo de luz que se produce en la recopilación de textos.
Es tan certero:
"18
Preguntas y respuestas
Del príncipe de Joinville a la actriz Rachel Félix:
"¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cuánto?
De Rachel Félix al príncipe de Joinville:
"Tu casa. Esta noche. Gratis"
Lo que pasa con esa cita es que ahí no hay amor ni pasión, sino mero intercambio venal
Publicar un comentario