"El hombre andaluz no es un hombre coherente, es un hombre anárquico. Es un hombre destruido (…) es, generalmente, un hombre poco hecho, un hombre que hace cientos de años que pasa hambre y vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual. Es un hombre desarraigado, incapaz de tener un sentido poco amplio de comunidad. A menudo da pruebas de una excelente madera humana, pero de entrada constituye la muestra de menor valor social y espiritual de España. Ya lo he dicho antes: es un hombre destruido y anárquico. Si por la fuerza del número llegase a dominar, sin haber superado su propia perplejidad, destruiría Cataluña. E introduciría su mentalidad anárquica y pobrísima, es decir, su falta de mentalidad". (Jordi Pujol en 1958 y 1976. “La inmigración, problema y esperanza de Cataluña”).
Otra
forma de ver esta cuestión que tanto nos fatiga es la biología, aunque estamos advertidos de la
fuerza reductora de la analogía las comparaciones ayudan a mejorar
la comprensión. El asunto catalán podría verse con los ojos del
biólogo acostumbrado a mirar las comunidades simbióticas, en las
que un organismo, un animal, el propio hombre contiene en su interior
multitud de comunidades, un anfitrión que aloja a simbiontes -las
bacterias, los fagos- con los que llega a un pacto más o menos
estable que puede beneficiar a ambas partes. En cualquier sociedad
hay muchas agrupaciones mutualistas, una de ellas puede ser la que
une a las élites industriales financieras con la masa de
trabajadores. Durante el franquismo, y aún antes, millones de
trabajadores del sur acudieron a Cataluña en busca de trabajo, en
busca de una forma de vivir más decente y aseada. Entonces se
produjo un pacto, no necesariamente tácito: las élites locales les
dijeron a los inmigrantes nosotros os damos trabajo y un lugar donde
vivir y vosotros aceptáis que nos ocupemos de todo lo demás: desde
la organización de la sociedad a la educación de vuestros hijos.
Los trabajadores inmigrados bajaron la cabeza mientras limpiaban los
retretes, barrían las naves industriales o conducían taxis y
camionetas de reparto. No tenían voz y dejaron en manos de quienes
decían que defendían sus intereses sus intereses. Durante décadas
los trabajadores asumieron
su condición minorizada. Políticos e intelectuales de derecha e
izquierda les
hicieron ver la naturalidad de ese reparto de papeles. Ese pacto
mutualista sirvió un tiempo. En el ambiente se generó una atmósfera
de paz y prosperidad tras los violentos conflictos sociales
prerepublicanos y la ataraxia franquista, el oásis catalán
bendecido por periodistas, escritores y partidos tanto de la
izquierda como de la derecha. Por debajo, casi inaudible, había un
rumor de malestar social por la desigualdad de las condiciones del
pacto, pero no se le hacía mucho caso.
El pacto ha estallado cuando
una de las partes, la que había establecido las condiciones a su
favor, ha querido mejorar su posición, al considerar que su
verdadero y único contrincante, en otra simbiosis más grande, el
anfitrión con el que debía negociar como simbionte las nuevas
condiciones de un pacto superior, el Estado, las élites
representativas del Estado, estaba en una posición de debilidad, sin
tener en cuenta, porque nunca lo ha hecho, que el primer pacto, el
básico, era el que le permitía sustentar su poder de negociación.
Para las élites catalanas la población trabajadora era una masa
informe, desdeñable, sin voluntad y sin conciencia de su poder de
negociación, microbios, bacterias o fagos, a los que no hacía falta
tener en consideración. Han ignorado que esa masa se ha
diversificado, que ha dejado de ser trabajadora sin más, que sus
hijos, aunque en inferioridad de condiciones respecto a los hijos de
las élites catalanas, han crecido y se niegan a asumir una condición
de inferioridad. Así que tarde o temprano las élites financiero
político periodísticas, dejando
de lado los insultos y el desprecio, habrán de asumir la
realidad y sentarse a negociar un nuevo pacto en el que tendrán que
hacer las concesiones que nunca han estado dispuestos a hacer antes
de sentarse con los que creen sus iguales, las élites de Madrid.
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