lunes, 29 de enero de 2018

Call Me by Your Name




              Esta es una hermosa película. Una historia de amor que crece con los aditamentos que el arte ha ido creando en torno a las historias de amor: un rincón del norte de Italia, en la época de Bettino Craxi, en 1983, cuando el verano lleva los frutos a su sazón, melocotones y naranjos, granadas y zumos de albaricoque, con gente cultivada que se desenvuelve en varias lenguas, que disfruta escuchando música y tocándola, con libros en todos los rincones, que trabajan en el mundo de la arqueología desenterrando copias romanas de obras de Praxiteles, que visten con corrección pero con desenvoltura, que aprecian la buena comida y los bizcochos que les preparan las criadas de la casa. A esa casa de campo llega un treintañero americano para preparar el libro que está escribiendo. 

             En ella vive un joven de diecisiete años que estudia, compone y toca música: sus manos en el piano, en la partitura, en los libros. Ambos se desplazan en bicicleta con las camisas al aire, bailan con las chicas del pueblo, se bañan en el río, hacen excursiones. Y se enamoran. El esplendor del verano, la luz, el color y todo lo demás va tejiendo un amor al principio desconfiado antes de la aproximación y la entrega. Los padres son abiertos, comprenden, apoyan, animan. Juventud y vitalidad, ausente la enfermedad y lejana la muerte. Un mundo ideal, aunque no lo muestra así la película sino como real si el prejuicio no existiese y las ideologías bastardas no penalizasen la vida. En una conversación al final de la película, padre e hijo analizan la jugada: el mundo perfecto que describen no es el de entonces, quizá ahora estemos más cerca de alcanzarlo. No sé si esta película aspira a premios, pero si salvamos una cierta tendencia a una sensualidad algo publicitaria, deberían dárselos.

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