Esta
es una hermosa película. Una historia de amor que crece con los
aditamentos que el arte ha ido creando en torno a las historias de
amor: un rincón del norte de Italia, en la época de Bettino Craxi,
en 1983, cuando el verano lleva los frutos a su sazón, melocotones y
naranjos, granadas y zumos de albaricoque, con gente cultivada que se
desenvuelve en varias lenguas, que disfruta escuchando música y
tocándola, con libros en todos los rincones, que trabajan en el
mundo de la arqueología desenterrando copias romanas de obras de
Praxiteles, que visten con corrección pero con desenvoltura, que
aprecian la buena comida y los bizcochos que les preparan las criadas
de la casa. A esa casa de campo llega un treintañero americano para
preparar el libro que está escribiendo.
En ella vive un joven de
diecisiete años que estudia, compone y toca música: sus manos en el
piano, en la partitura, en los libros. Ambos se desplazan en
bicicleta con las camisas al aire, bailan con las chicas del pueblo,
se bañan en el río, hacen excursiones. Y se enamoran. El esplendor
del verano, la luz, el color y todo lo demás va tejiendo un amor al
principio desconfiado antes de la aproximación y la entrega. Los
padres son abiertos, comprenden, apoyan, animan. Juventud y
vitalidad, ausente la enfermedad y lejana la muerte. Un mundo ideal,
aunque no lo muestra así la película sino como real si el prejuicio
no existiese y las ideologías bastardas no penalizasen la vida. En
una conversación al final de la película, padre e hijo analizan la
jugada: el mundo perfecto que describen no es el de entonces, quizá
ahora estemos más cerca de alcanzarlo. No sé si esta película
aspira a premios, pero si salvamos una cierta tendencia a una
sensualidad algo publicitaria, deberían dárselos.
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