domingo, 28 de enero de 2018

Acumular, acelerar



          Hemos convertido nuestro cuerpo en una máquina de acumular experiencias a toda prisa. Un proceso que se incubó a finales de los 60, la época en que con las revoluciones juveniles (rock, lsd, hippies, mayo del 68) se puso en marcha el movimiento de la máquina deseante, cualquier cosa que el deseo convirtiese en objeto era perseguible. La música se convirtió en hit, reemplazable cada semana; el amor en una pasión arrolladora y eterna que se rompía tan bruscamente como emergía una pasión nueva; el sexo en un acumulador sin tregua. El proceso ha alcanzado su paroxismo con la aceleración e inmediatez de las redes sociales. No hay obstáculo a la satisfacción inmediata: Amazon nos lo pone a la puerta de la casa; Facebook hace de nosotros un sol que irradia ante el montón de amigos; Twitter nos hace creer que somos chispeantes; Tinder, que no hay barrera que se interponga ante nuestra pulsión sexual o el embrujo amoroso.

Y sin embargo.

          Rehuyes tu mirada en el espejo, cambias el icono de tu perfil para mostrarte más joven y amable, das y te dan fofos apretones de mano, no te reconoces en la conversación banal con unos y en la histérica con otros cuando los amigos o las amantes de whastapp se corporeízan tras la mesita de una cafetería. Todas las experiencias acumuladas son evanescentes, la aceleración no nos ha hecho más modernos sino añosos nuestros rostros, que tan mal se llevan con el tiempo. Y entonces empiezas a pesar con el poeta que la vida no era eso y que la has perdido. Cambiaste la voz del poeta por los versos sincopados y ripiosos del cantante pop; dejaste a la mujer que una vez amaste porque su amistad no te era suficiente; sólo has comprendido que el derrame sexual no es diferente que otros derrames fisiológicos cuando te has levantado de una cama con la lengua de madera y el cuerpo resacoso. Imbécil, te dices, tú te lo has buscado.


         Cada cual confunde su miseria personal con la miseria del mundo, sin dar crédito a que el mundo siga sin hacer caso de los esfuerzos que hacemos por detenerlo. Tantos son los esfuerzos por acelerarlo y llevarlo hasta el confín que diseñamos como los que empleamos para detenerlo. Los jóvenes no leen a Séneca, cuyo nombre se acerca más a senectud que a impulso juvenil. Un hombre provecto se lanza a una pista zarandeada por un dj si ha perdido el sentido del ridículo. Tampoco los mayores.

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