Hemos
convertido nuestro cuerpo en una máquina de acumular experiencias a
toda prisa. Un proceso que se incubó a finales de los 60, la época
en que con las revoluciones juveniles (rock, lsd, hippies, mayo del
68) se puso en marcha el movimiento de la máquina deseante,
cualquier cosa que el deseo convirtiese en objeto era perseguible. La
música se convirtió en hit, reemplazable cada semana; el amor en
una pasión arrolladora y eterna que se rompía tan bruscamente como
emergía una pasión nueva; el sexo en un acumulador sin tregua. El
proceso ha alcanzado su paroxismo con la aceleración e inmediatez de
las redes sociales. No hay obstáculo a la satisfacción inmediata:
Amazon nos lo pone a la puerta de la casa; Facebook hace de nosotros
un sol que irradia ante el montón de amigos; Twitter nos hace creer
que somos chispeantes; Tinder, que no hay barrera que se interponga
ante nuestra pulsión sexual o el embrujo amoroso.
Y
sin embargo.
Rehuyes
tu mirada en el espejo, cambias el icono de tu perfil para mostrarte
más joven y amable, das y te dan fofos apretones de mano, no te
reconoces en la conversación banal con unos y en la histérica con
otros cuando los amigos o las amantes de whastapp se corporeízan
tras la mesita de una cafetería. Todas las experiencias acumuladas
son evanescentes, la aceleración no nos ha hecho más modernos sino
añosos nuestros rostros, que tan mal se llevan con el tiempo. Y
entonces empiezas a pesar con el poeta que la vida no era eso y que
la has perdido. Cambiaste la voz del poeta por los versos sincopados
y ripiosos del cantante pop; dejaste a la mujer que una vez amaste
porque su amistad no te era suficiente; sólo has comprendido que el
derrame sexual no es diferente que otros derrames fisiológicos
cuando te has levantado de una cama con la lengua de madera y el
cuerpo resacoso. Imbécil, te dices, tú te lo has buscado.
Cada
cual confunde su miseria personal con la miseria del mundo, sin dar
crédito a que el mundo siga sin hacer caso de los esfuerzos que
hacemos por detenerlo. Tantos son los esfuerzos por acelerarlo y
llevarlo hasta el confín que diseñamos como los que empleamos para
detenerlo. Los jóvenes no leen a Séneca, cuyo nombre se acerca más
a senectud que a impulso juvenil. Un hombre provecto se lanza a una
pista zarandeada por un dj si ha perdido el sentido del ridículo.
Tampoco los mayores.
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