miércoles, 27 de diciembre de 2017

Años felices, de Gonzalo Torné


             Aunque la he leído casi sin pestañear, mi actitud ha ido cambiando a medida que he ido avanzando en la lectura de esta larga novela, en la primera parte deslumbrado por el ritmo, las metáforas, las frases redondas, el estilo, quizá advertido por los elogios de algunos críticos dispuesto a aseverar como ellos que estaba ante la gran novela del año, ante el descubrimiento de un escritor, después, en la parte central, ya dueño de mi propio juicio, más dubitativo, intentando buscar el nervio que mueve a la novela sin encontrarlo del todo, y, al final, decepcionado al ver que detrás del chisporroteo verbal la novela se resolvía en un artefacto vistoso y bastante convencional. El autor tiene un gran oído y muestra su competencia, conoce la tradición literaria, construye un gran edifico, elabora brillantes metáforas. Puesto que la acción discurre en Nueva York, las voces de grandes escritores anglosajones son perceptibles en el texto, la música de James y de Eliot, de Roth y de Shakespeare, en la presentación de los cuatro neoyorquinos que lo protagonizan junto al príncipe que viene de lejos, en el modo en que van trabándose sus vidas. La geografía de Nueva York no es impostada, tampoco sus personajes, cada uno de ellos es creíble, bien dibujados por su medio de procedencia, bien forjado su carácter, su evolución, el destino que les espera. La complejidad del carácter se ve en sus expresiones, en cómo los viste, en cómo les hace hablar y actuar.

              Alfred, recién llegado de Barcelona, es adoptado como el príncipe por cuatro amigos de distinta extracción social, Harry, rico heredero y letraherido, que ama la belleza y el ingenio, pero no necesariamente a las mujeres, Kevin un judío resentido, enemistado con los suyos, de difícil asiento en el mundo, y las hermanas Rosenbloom, Jean, enfermera de profesión, al cuidado de todos, tan fácil de traicionar, y Clara la belleza encarnada que cree que el mundo le debe todo. Alfred cumple la función de imantar y desordenar un mundo que sin él se consumiría en el hastío. En un breve capítulo se sitúa el contexto, Alfred intercambia cartas con sus hermanos, Gabriel y Jonás, que han quedado en Barcelona, donde explica que huye del fascismo español y de su familia benestant a la que repele por su connivencia con el poder político.
Esta es la cuestión. Si el ingenio de Torné deslumbra durante muchas páginas, si incluso produce placer su oído literario, su facilidad para la metáfora, su densidad expresiva, su elaborado fraseo, la sensación de volver a leer cosas ya leídas tantas veces, personajes ya vistos con sus mismas historias, el entramado psicológico termina por ser previsible, los personajes dejan de interesarme, y llega un momento para el bostezo, deseando que la novela acabe cuanto antes, aunque sin dejar de leer, por respetar el pacto de terminarla que se concede a quien nos ha sorprendido gratamente en las primeras páginas.


             Dominado por la tradición, empeñado en dejarse llevar por su corriente, en exhibir su dominio, el estilo de los grandes autores primero, sus temas después, Torné acaba por ser consumido por ella. ¿Qué le falta a la novela? La poesía, a pesar de que tanto se hable de ella en sus páginas, ese misterio que el arte capta cuando se pone a destilar la esencia de la vida. También el humor, la ironía. Porque esta novela no consigue transmitir la sangre que recorre las venas de las personas reales, sino que sus personajes son composiciones fijadas en los libros. A fuerza de convocar los temas de la tradición literaria termina por componer una novela para consumo internacional. Torné ha demostrado de lo que es capaz, sus habilidades para el oficio. Ahora hace falta que se ponga a hacer una novela propia que tenga que ver con nuestro tiempo, nuestra ciudad, nuestro momento, con nosotros.

No hay comentarios: