Aunque
la he leído casi sin pestañear, mi actitud ha ido cambiando a
medida que he ido avanzando en la lectura de esta larga novela, en la
primera parte deslumbrado por el ritmo, las metáforas, las frases
redondas, el estilo, quizá advertido por los elogios de algunos
críticos dispuesto a aseverar como ellos que estaba ante la gran
novela del año, ante el descubrimiento de un escritor, después, en
la parte central, ya dueño de mi propio juicio, más dubitativo,
intentando buscar el nervio que mueve a la novela sin encontrarlo del
todo, y, al final, decepcionado al ver que detrás del chisporroteo
verbal la novela se resolvía en un artefacto vistoso y bastante
convencional. El autor tiene un gran oído y muestra su competencia,
conoce la tradición literaria, construye un gran edifico, elabora
brillantes metáforas. Puesto que la acción discurre en Nueva York,
las voces de grandes escritores anglosajones son perceptibles en el
texto, la música de James y de Eliot, de Roth y de Shakespeare, en
la presentación de los cuatro neoyorquinos que lo protagonizan junto
al príncipe que viene de lejos, en el modo en que van trabándose sus
vidas. La geografía de Nueva York no es impostada, tampoco sus
personajes, cada uno de ellos es creíble, bien dibujados por su
medio de procedencia, bien forjado su carácter, su evolución, el
destino que les espera. La complejidad del carácter se ve en sus
expresiones, en cómo los viste, en cómo les hace hablar y actuar.
Alfred,
recién llegado de Barcelona, es adoptado como el príncipe
por cuatro amigos de distinta extracción social, Harry, rico
heredero y letraherido, que ama la belleza y el ingenio, pero no
necesariamente a las mujeres, Kevin un judío resentido, enemistado
con los suyos, de difícil asiento en el mundo, y las hermanas
Rosenbloom, Jean, enfermera de profesión, al cuidado de todos, tan
fácil de traicionar, y Clara la belleza encarnada que cree que el
mundo le debe todo. Alfred cumple la función de imantar y desordenar
un mundo que sin él se consumiría en el hastío. En un breve
capítulo se sitúa el contexto, Alfred intercambia cartas con sus
hermanos, Gabriel y Jonás, que han quedado en Barcelona, donde
explica que huye del fascismo español y de su familia
benestant a la que repele por su connivencia con el poder
político.
Esta
es la cuestión. Si el ingenio de Torné deslumbra durante muchas
páginas, si incluso produce placer su oído literario, su facilidad
para la metáfora, su densidad expresiva, su elaborado fraseo, la
sensación de volver a leer cosas ya leídas tantas veces, personajes
ya vistos con sus mismas historias, el entramado psicológico termina
por ser previsible, los personajes dejan de interesarme, y llega un
momento para el bostezo, deseando que la novela acabe cuanto antes,
aunque sin dejar de leer, por respetar el pacto de terminarla que se
concede a quien nos ha sorprendido gratamente en las primeras
páginas.
Dominado
por la tradición, empeñado en dejarse llevar por su corriente, en
exhibir su dominio, el estilo de los grandes autores primero, sus
temas después, Torné acaba por ser consumido por ella. ¿Qué le
falta a la novela? La poesía, a pesar de que tanto se hable de ella
en sus páginas, ese misterio que el arte capta cuando se pone a
destilar la esencia de la vida. También el humor, la ironía. Porque esta novela no consigue
transmitir la sangre que recorre las venas de las personas reales,
sino que sus personajes son composiciones fijadas en los libros. A
fuerza de convocar los temas de la tradición literaria termina por
componer una novela para consumo internacional. Torné ha demostrado
de lo que es capaz, sus habilidades para el oficio. Ahora hace falta
que se ponga a hacer una novela propia que tenga que ver con nuestro
tiempo, nuestra ciudad, nuestro momento, con nosotros.
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