sábado, 11 de noviembre de 2017

Camina


    Como en la vida la ruta del caminante tiene un principio y un fin. Cada cual busca su propio ritmo y se acomoda al paso de otros caminantes y entabla conversación con ellos, o no. Pero hay diferencias sustanciales. El caminante verdadero, según Thoreau, sale de casa y no piensa en volver, no tiene un hogar que sea el centro del mundo. Mira cómo cambian las cosas si no piensas que tú casa sea el centro del mundo. El caminante reduce sus pertenencias a una mochila con una muda y una camiseta de repuesto, unas chanclas y un cepillo de dientes. Cuando llega a un pueblo o una ciudad no va de tiendas, no pasa sus ojos por los escaparates, todo lo más pasa el tiempo justo en un súper para comprar la cena frugal del día. No puede comprar cosas porque no las puede llevar consigo. Si para en una taberna a tomar algo, pasa una mirada descuidada por los titulares de los periódicos o por las pantallas de los televisores encendidos, preferiblemente charla con el cantinero o con algún parroquiano sobre el tiempo que hará en los próximos días o sobre curiosidades de la zona. Una vez albergado, tiene muchas horas por delante para descansar, dejar vagar la mente o ponerse a hablar con otro caminante. No se habla de temas polémicos, no porque se eludan deliberadamente, sino porque han dejado de tener interés. Se habla del caminar y de las infinitas anécdotas del camino. Cada uno conserva sus prejuicios, cómo no, pero en estado de latencia, y no se hace el menor esfuerzo por exhibirlos o tratar de redimir al compañero por los suyos. Si el caminar es la vida, es evidente que uno de los dos términos de la comparación se ha pervertido, se ha desviado de su función natural.

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