jueves, 26 de octubre de 2017

Ronda nocturna, de Mijail Kuráyev



           Mijail Kuráyev es un escritor ruso que se reveló en los últimos años del Estado soviético. Entonces ya se podía reflejar en la literatura la catadura del Estado totalitario. Es lo que hace en esta obra de 1988. El autor dice haberse inspirado en el relato que le hizo el uno de mayo de 1962 un guardia de un estudio de cine en el que Kuráyev había empezado a trabajar. Aquel relato oral dio lugar a seis páginas a partir de las que el autor construyó una novela en dos planos, las detenciones arbitrarias que practica el protagonista, un agente de los órganos represivos del régimen estalinista y las noches blancas de la ciudad de Leningrado. Lo que el protagonista cuenta, entre largas parrafadas poéticas, es el modo en que el Estado totalitario ejercía su inhumana represión, con referencias a la casona (la Lubianka) en la que desaparecen los hombres detenidos, en una época, poco después de acabada la guerra, en torno a 1948, en que se detenía a 500 o 600 personas cada noche. El narrador se dirige a un innominado interlocutor, que pudiera ser el escritor, en una imprecisa fecha en torno a 1966, cuando el sistema ha aflojado tras la desaparición de Stalin.

            La metáfora de las noches blancas se refiere a una suerte de espacio ahistórico donde el tiempo se estanca y nada parece que vaya a suceder: “...He notado que en las noches blancas todas las desgracias de la vida parecen aplacarse, no se manifiestan, se esconden, no se las ve, y la paz se cierne sobre la gente y la naturaleza toda...”), un momento para la poesía que parece imposible, como contraste con la ronda nocturna, título de la novela, que es cuando se producen las detenciones y se manifiesta el implacable estado totalitario. Pero esa poesía de las noches blancas, de las gaviotas que remontan el vuelo atravesadas por la luz del crepúsculo, del canto de los ruiseñores que tanto proliferan en la ciudad tras la desaparición de los gatos durante el prolongado sitio de la guerra, de la belleza de la ciudad de la fortalece de Pedro y Pablo, de los hermosos puentes, plazas y palacios, casa mal, es excesivo el contraste, con el relato del guardia que detiene a hombres y mujeres de los que no sabe muy bien qué delito han cometido. La narración se construye pues en dos planos, el poético y frío, en el que brilla la ausencia de humanidad, y el caliente de las detenciones donde el hombre es tratado como un objeto devaluado por el Estado carcelario, aunque señala que la historia de violencia gratuita asociada a la ciudad, comienza antes de la revolución, con las ejecuciones ordenadas por los zares, en cuya fortaleza contabiliza 100.000 muertes.


            Del desapasionado narrador sabemos unos pocos detalles, que es hijo de campesinos y que su carácter se forjó antes de la revolución, en el desprecio y humillación, consentidos por el padre que sufrieron sus seis hermanas. Allí se alimentó el “odio de los lacayos” que le llevó a ejercer de chequista de los órganos, como denomina al aparato represor. “No me avergüenzo de nada. Entregué mi vida. Fui un soldado. Fui una bayoneta afilada”. Entre ruiseñores cantores y gaviotas voladoras va contando casos en los que él ha participado, como si fuese un trabajo normal, sin preguntarse por la justicia de la detención o de torturas como el desgarro de las fosas nasales, aunque en el contexto de la narración se ve la irracionalidad y arbitrariedad de las detenciones. Los detenidos no tienen nombre, aunque sí alguna característica especial que hace que les recuerde, el modo de vestir o moverse, su conversación, sus conocimientos sobre algún tema específico como aquel hombre que sabía tanto de la vida de las aves: “Si los hombres consideran que los nidos son las casas de las aves es porque las ven como si se vieran a sí mismos”. A un individuo se le detiene porque pretendía a la hija de un gerifalte. Un mariscal pasa tres años de cárcel, aunque no completa la condena de 20 porque antes muere el dictador, porque en un entierro menciona la posible muerte de Stalin. A un ingeniero se le detiene por visitar Finlandia y a a una bibliotecaria porque no ha encontrado algunos de los libros que una ordenanza prohibía, A unas chicas se les hace esperar en la sala de detención por llamar por teléfono sin motivo a la sala de los guardias: durante unas horas esperan a ser interrogadas, para que en la espera piensen y se aterroricen. Todo el mundo teme la llegada de la emochka, el vehículo de la detención. Dos casos paradigmáticos: un guardia que colabora en su propia detención firmando como testigo, porque era necesario que en toda detención hubiese un testigo, y además da consejos al primerizo narrador, y una mujer culta que es encerrada en un compartimento de la emochka para que no la toqueteen el resto de los muy apretados presos, y el narrador se extraña de que no le de las gracias. En un momento del relato el narrador afirma cínicamente: “No hay sitio en la tierra para los justos”.

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