miércoles, 20 de septiembre de 2017

Dunquerque


           En la era de la tecnología y la vida facilitada el pensamiento flaquea. Es verdad que la comprensión de las cosas, las ideas grandes sobre cómo funciona el universo o la vida o la organización social es ahora más precisa, sus abstracciones parecen más verosímiles, más cercanas, pero hay un vacío sobre las preguntas de siempre, sobre el sentido. Deseamos íntimamente que la vida no sea mera vida, un fácil discurrir entre la cuna y la tumba, queremos que la vida sirva para algo, que tenga sentido, que se vea reconocida. Pero a medida que la humanidad está más extendida, ocupado cada uno de los poros de la tierra, los espacios físicos y los simbólicos, el individuo se siente cada vez más disminuido, disuelto en la humanidad, tan visible como ensordecedora. Nuestra especie morirá de éxito.

             No será un pensamiento apegado a la materialidad, solucionadora de la mecánica de la vida, lo que nos salve. Necesitamos volver las grandes cuestiones. Es cierto que vivimos el mejor momento de la historia del hombre si medimos la historia en términos de supervivencia, pero no nos basta. Hemos de ver si hay alguna respuesta nueva a las preguntas de siempre.

              Pero no sólo el pensamiento está ausente en esta jornada, también los sentimientos nobles, grandes, morales. Si queremos fortalecer la vida debemos establecer una nueva jerarquía sobre las emociones y los sentimientos. En Dunkerque, una película muy bien medida y entretenida, al director Christopher Nolan, no le ha interesado ir más allá de los sentimientos pequeños, el amor a la patria, la supervivencia egoísta de los soldados. No hay una reflexión sobre el sentido de la guerra, la inanidad del individuo ante la máquina militar, la radical hermandad entre bandos enemigos, preguntas que deberían ser modernas y la almendra del pensamiento. En todo el metraje no sale un rostro alemán, sólo la potencia mortífera de su fuego. Nolan ha preferido el mero entretenimiento.

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