jueves, 20 de julio de 2017

Tiene que llover, de Karl Ove Knausgård


“Lo único que ha permanecido de todos esos miles de días que pasé en esa pequeña ciudad del oeste de calles estrechas, relucientes de lluvia, son unos cuantos sucesos y un montón de estados de ánimo”.

          En los momentos más intensos Knausgard tiene la cualidad de atrapar el instante, lo que es difícil que aparezca en una novela convencional. La descripción detallada de las cosas, la atmósfera en la que discurre el suceso, nunca está de más, a veces es lo que justifica la selección de ese relato en concreto. En la vida de una persona hay miles de pequeños sucesos, cada uno susceptible de convertirse en historia, como esa idea de que el universo es el despliegue de una posibilidad entre muchas en los puntos de intersección de una vida. Es el punto de vista lo que lo hace significativo. En los detalles añadidos, el sol o la lluvia, unos escalones que descienden, los edificios cambiantes que se suceden, es donde se vierte el estado de ánimo, la muerte de un mundo y el nacimiento de otro. En la exhaustividad de Knausgard, podría ser mayor, podría ser menor, es donde se palpa la angustia del hombre contemporáneo por arrancarle sentido a la sucesión. Hay miles de instantes perdidos en la vida de un hombre, unos pocos parecen decir algo. En la criba de Knausgard hay de los unos y de los otros, muchas páginas parecen sobrar pero para su proyecto son necesarias. La conciencia de lo significativo está en la mirada sobre las cosas, al modo de Cezanne es una pulsación, el tono de la luz o del color, la huella de la lluvia, un reflejo en el suelo o en una cristalera.

            Knausgard es adictivo, al menos para mí. Voy pasando las páginas de su enorme novela -700página- y quiero más, que no se acabe nunca. Creo que es porque me identifico con él, con sus deseos, con sus frustraciones, con su timidez, con su manera de relacionarse con los demás. En ese océano de frases que son los seis volúmenes de Mi lucha él es el protagonista, todo gira en torno a él. Podría pensarse que es un monumento al egotismo pero lo que refleja es la experiencia de un hombre de ahora mismo, la vida fragmentada, incompleta de un hombre, cualquiera de nosotros, un hombre occidental, de clase media, medianamente culto, que no halla el modo de estar en sosiego, que no busca los resortes de la felicidad pero que querría zambullirse en ella aunque sabe que es imposible, aunque de vez en cuando, brevemente, caen sobre él momentos placenteros, en el abrazo con una mujer, en la lectura de una página de un escritor, en una conversación. El personaje que describe en esta entrega es un muchacho que va de los veinte a los treinta años, tiene la escritura en la cabeza, el mundo que se abre ante él es una gran página que quiere escribir, el aprendizaje le resulta doloroso, le hace sufrir: estudiar, trabajar, amar, vive en apartamentos de alquiler, se emborracha a menudo, algo que parece habitual en los países nórdicos. Describe con precisión casi puntillista los escenarios pero el objeto de estudio es el único protagonista del libro, él mismo.

             Además la narración necesita esos largos momentos descriptivos, ese deambular sin pausa por el eje longitudinal de la vida para que cuando llegue el momento decisivo la intensidad, la condensación obre en la mente del lector la emoción de la identificación. Ese momento decisivo, quizá en los años a los que Knausgard se refiere en este libro, quizá a lo largo de toda la vida, es el amor. La vida no es otra cosa que la espera ansiosa a que ese momento se presente, todos esperamos el momento que nos transforme que nos haga mirar el mundo de otro modo. Por eso el narrador explora los años de la juventud dorada, prueba a enamorarse, tantea impulsado el furor hormonal, anda perdido entre el trabajo, el estudio y los días vacíos, sin decidirse, hasta que conoce a Tonje. Es su caída del caballo, describe con todo detalle durante muchas páginas sus sentimientos, sus dudas, el estado de exaltación, los miedos y frustraciones hasta que por fin la abraza.

           Cada uno de los volúmenes de Mi lucha (3.600 páginas) funciona como una novela independiente. En esta quinta entrega los temas son Bergen, la ciudad donde se instala el autor entre 1988 y 2002, sus encuentros con el amor, hasta dar con su primera mujer, Tonje, y la escritura. A la primera, esa ciudad de origen medieval, universitaria y luminosa, la describe con detalle a lo largo del libro, es como un personaje más. El amor para el narrador es una pasión sin descanso que exige la fidelidad que él es incapaz de ofrecer, pasa por el mal trago de que su hermano le levante la novia, vive con una mujer y después con otra, Tonje, a la que jura que nunca, nunca abandonará, pero a quien es infiel, lo que le sume en la desolación y la culpa: “un ser perverso, que hacía las peores cosas”. La escritura es la que más páginas le ocupa. Se apunta a una escuela de escritura, lee sin cesar, comenta lo que va leyendo con sus amigos escritores, se encierra en diversos lugares para escribir miles de páginas, vive la frustración de no dar con la manera propia de escribir, de ver como sus amigos publican y él no, estudia y deja de estudiar, trabaja en diversos oficios, entre ellos de asistente en un centro de enfermos psíquicos, vuelve a contar su distante relación con el padre y otra vez su muerte, alcoholizado junto a la abuela alcoholizada, donde el ritmo de la narración se acompasa al friega que te friega de la “horrible casa” donde murió, como ya hiciera en la primera entrega. En esta comprendemos el porqué de los detalles, el deseo de contarlo todo, el difícil, desesperado intento de dar sentido a los miles de momentos perdidos en el momento en que nacen, porque todo eso da forma a la relación entre las personas, a la propia vida. Esa es la forma que Knausgard estaba buscando para escribir, lo que da sentido al conjunto de Mi lucha.

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