miércoles, 19 de julio de 2017

Los vencejos de Antonio José


            Ayer fue un día caluroso, pero no excesivamente caluroso. Quise asistir a un concierto de un grupo iraní de los Montes Zagros, pero se suspendió, así que como segunda opción me acerqué al Patio de los Romeros, se anunciaba una velada clásica. No tenía ninguna fe. El patio estaba lleno. Cuando el pianista arrancó con Chopin los niños seguían brincando y chillando, a las madres treintañeras, como tiene comprobada mi experiencia y confirman los neurólogos, no les importaba, en su código de madres no había asociación entre música clásica y silencio. Luego, la soprano dramática francesa la emprendió con Bellini, el señor que tenía al lado dijo “Sólo por esto ya ha merecido la pena”, y el tenor lírico local, con Donizetti y ambos con Puccini y Verdi. Osados, empezaron en lo más alto, sin calentar la voz. Al final de cada pieza vencía el impulso de levantarme e irme, pero aguanté. La tarde era agradable, los padres más comprensivos que las madres, las arias tan bellas que se sobreponían al voluntarioso esfuerzo de los cantantes.


            Cuando los compositores italianos desaparecieron de escena alcé la vista al cielo por encima del prisma ortogonal de la torre. El azul empalidecía, entreverado con ligeras nubes blancas que no impedían que el sol desapareciese del todo. Entonces comenzó el ballet, sobre el escenario cenital los vencejos hacían vibrar sus recortadas alas negras en forma de hoz contra el telón azul siguiendo el ritmo que marcaba el piano. Embelesado, caí en la abstracción, ajeno a lo de abajo, al pequeño escenario, a las ringleras de sillas ocupadas, a la agitación del mundo, irreductuble, pienso ahora, al comercio, al sexo y al poder. No podía ser que semejante escenificación no fuese el resultado de muchas sesiones de ensayos. No era posible que los vencejos no hubiesen oído esa música antes como a mí me ocurría y como era la primera vez que yo escuchaba la Danza para piano nº 2 de Antonio José, todo era tan nuevo, el ballet y la música, que quedé hechizado por las entradas y salidas de las aves, por el agitado cimbreo de sus alas, haciendo mía la música y el baile, no vi más que aquel rectángulo que se abría hacia el cielo en el Patio de Romeros donde los vencejos habían acudido a rendir homenaje a Antonio José.

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