miércoles, 31 de mayo de 2017

Literatura universal


               Lo peor, para un libro tan gordo -518 páginas de apretada letra-, es que no te interese lo que cuenta. Las primeras 150 páginas las dedica el autor a correrías adolescentes por su ciudad natal, Barcelona, primero, y por las islas en un periodo vacacional, después. Chicos y chicas y la locura limitada del desconcierto juvenil. Es finales de los 70, muchos vivimos aquel periodo, con correrías parecidas, pero no hay épica y el estrago de la adolescencia no está contado con aflicción ni ciencia, sino con un estilo de escritura que camina a tropezones, con frases donde las palabras parecen escogidas para arañar los convencionalismos del lector y con una sintaxis muy personal. No es mala la idea pero hay que acertar. Lo leo porque el autor, Sabino Méndez, siempre me ha caído bien, en las letras de las canciones que escribió para Loquillo y en los artículos que ha ido entregando a los periódicos. El modo en que arma su novela tiene un punto de originalidad, ir intercalando, en cada una de las páginas, alusiones a los libros que ha leído, una especie de pie forzado, en amplio abanico de géneros, estilos y épocas, lo que hace que titule el libro Literatura universal, aunque muy a menudo no siempre encajan con facilidad. Han de pasar muchas páginas para que un atisbo de historia aparezca: la persecución de una chica que siempre se evapora, una felación inesperada en un retrete contada con escritura espasmódica, esta vez sí bien adecuada a la función, o los disgustos de las familias con sus chicos alocados. Sin embargo, la curiosidad me puede y prosigo en la lectura.

                  En el segundo gran apartado de la novela, el autor desplaza sus correrías al Madrid de la movida, a comienzos de los 80. La prosa se normaliza algo aunque siguen sonando extrañas sus correspondencias semánticas, su modo de construir las frases o su muy personal adjetivación. Sigue sin haber una historia, sino más bien acopio de sucesos. Tardes y noches en los que debiera atisbarse el resplandor de los jóvenes bellos y geniales, pero que se queda en un recuento de excesos: sexo, drogas y rock & rol, abundancia de chicas, que a lo que se ve están ahí para dar placer y poco más (”... atraer presas cuando, de jóvenes, salían a cazar hembras”), aglomeración de chicos que descubren qué es la vida o la experimentan, poniendo en las bandas de música y en la literatura compartida el ancla que dé sentido, buscando el escenario en calles, locales, casas particulares y hoteles siempre dispuestos a tenderles la alfombra del placer y la irresponsabilidad. Sólo de tanto en tanto hace el autor una pausa para encontrar un sentido a todo aquello, como cuando explica el artificio que hay tras la Venus de la avenida D de Willie DeVille, cómo la música transmite la emoción, o cuando uno de los personajes, Cárdenas, ha crecido hasta enfrentarse con ingeniosa labia a una banda de rumberos del extrarradio barcelonés. Incluso el narrador se permite reflexionar sobre lo que sea la música y la escritura, encontrando en Stevenson la almendra de su poética: la escritura debe encontrar la pauta sensitiva y lógica. La narración va mejorando con el paso de las páginas, cuando el torrente de sucesos se ensimisma y la corriente de la escritura se hace más introspectiva.

                   Pasados los ochenta, en la década siguiente el protagonista desmadrado comienza una carrera de d'j sorteando a duras penas los límites de la verosimilitud. Si hasta entonces el dibujo del contexto histórico y urbano, así como el de los personajes enfebrecidos que aparecen era reconocible, porque quien más quien menos ha paseado por esos paisajes, lo hiperbólico toma el relevo cuando las drogas se convierten en protagonistas casi absolutas junto a conciertos masivos por todo el mundo. Vida de lujo y derroche y la soledad y el vacío como contrapunto, al estilo de Menos que cero de Bret Easton Ellis: “Pasé ese periodo follándome a un montón de chicas probablemente estúpidas, una detrás de otra, que me parecieron notablemente mezquinas, cobardes y embusteras”. “Unicamente se pueden decir cosas cabalmente sobre el amor cuando éste ya ha pasado... Pero cuando el corazón ha sido fulminado, al hombre no le queda sino callar”. La prosa vuelve a perder pie y se derrumba cuando acaba el periodo en una especie de apocalíptico fin de los tiempos en una fiesta concierto multitudinaria en algún lugar de la costa amalfitana.

                   El personaje vuelve a Madrid y se reinventa por tercera vez, ahora como compositor de temas populares y jingles publicitarios y como escritor y editor vanguardista. De ese modo le vuelve el dinero y la vida cómoda, al tiempo que decide casarse y tener hijos. La vida de sus compañeros y amigos de tribu sigue, acomodándose cada uno a su modo, con los triunfos y derrotas propios. La novela sigue avanzando mediante acumulación con algún episodio memorable como la conversación que el protagonista oye a una actriz porno al teléfono con una amiga, en medio de una procesión católica.

                    Leo la tercera y cuarta parte de este libro al que no consigo querer pero que me he impuesto terminar como sea con actitud de zombi lector. Paso por las frases y las páginas como quien hoza a ver si sale alguna perla, pero con la mente en otras cosas. En la tercera el narrador protagonista cae en el rebuscado decadentismo del burgués que está de vuelta. Familia, matrimonio, hijos, ese dulce y cálido hedor que flota en la sala de estar. En la escritura a ratos estomagante, experimenta una manera de decir entre Passolini y Corín Tellado, y en cuanto a la vida, con Venecia como decorado, quiere hacer ver que el dinero puede llevar al fasto evanescente de una aristocracia del espíritu: “Ningún vino es tan terreno como ese viejo néctar de Borgoña”. El relato desaparece del todo y sólo queda el discurrir de la mente vertido en frases más o menos ingeniosas. En la cuarta, como en la tercera, vuelve a aparecer la ristra de nombres que acompañan al protagonista desde el colegio, pero ninguno de ellos me interesa, aunque el autor se esfuerce en mostrar sus diferencias, genialidad o patetismo. Hay un largo y aburrido capítulo dedicado a la muerte de uno de ellos, donde con una especie de dramatismo difuminado, algo así como aquello que queda después de los descorches, los viejos amigos se reúnen para ver si atienden a la demanda del amigo para ayudarle a morir. Como en muchos episodios de esta novela el autor tiene una idea pero no es capaz de llevarla a puerto. Los nombres, las citas de los libros, las ciudades, los paisajes, las experiencias al límite se revelan como una exhibición erudita, voluntariosa, donde la vida de los personajes aparece como una colección de cosas guardadas en un gabinete de curiosidades modernas, en las que la vida real aparece como pálido reflejo. Llego al final con un largo uffff, cierro el libro, vuelvo a la foto de la página de portada y pienso que en estas memorias personales trufadas de novela no había tanto como para hacer de ellas un RIP generacional, o quizá el autor no ha sabido o podido hacerlo.


                   En una de sus pausas reflexivas sobre la condición del escritor expone lo que parece el proyecto del autor: “un iluso proyecto mediante el que limpiaríamos el suelo lingüístico de nuestro siglo; intentaríamos librarlo de todos los cachivaches que lo ensuciaban, señalando su presencia: frases hechas, locuciones modernas, clichés ridículos, innobles lugares comunes, errores de traducción, malas interpretaciones, expresiones de plástico, apelaciones sintéticas y adjetivos de poliestileno”. Enorme ambición, pero la palabra que mejor cuadra a la novela es exhibicionismo. El autor se exhibe en la desmesura. Los ocasionales hallazgos, sin embargo, quedan semihundidos en el derroche de palabras.

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