viernes, 5 de mayo de 2017

Refinamiento



          Detrás de las novelas de Ian McEwan hay un refinamiento, una cultura secular, unos modales, también ironía y sarcasmo. Sus personajes discurren sobre alfombras, conocen todas las añadas de los viñedos de Francia, los años soleados y los veranos breves. Si miran a través de sus ventanales sobre el Támesis su mirada es displicente y evasiva. Ese mundo que se extiende en la lejanía no va con ellos. Está Shakespeare, están las universidades famosas, estuvo un imperio que dominó todos los mares, una poesía y una música que sin interrupción llenó su aprendizaje de ecos, de palabras, de sonidos, que les enseñó a modular sus sentimientos, a poner un mot a cada pálpito, a cada movimiento del espíritu. Un refinamiento que creó el mundo moderno.

          Sin embargo, otros personajes no menos novelescos se mueven en el submundo de la noche del week end barcelonés o de Lloret, de los megahoteles del Arenal mallorquín, de las playas de Málaga. En los pubs conectados a la Premiere o en las mesas de metal de las terrazas sujetan las asas de las jarras de cerveza de a litro como si les fuera la vida en ello. Apenas hablan entre ellos, todo lo más frases incompletas o interjecciones sueltas cuando divisan a un grupo de chicas risueñas y gritonas que pasan en fila por delante, vestidas de forma estrafalaria, dando a conocer al mundo que una de ellas se casa al día siguiente.

          El mismo país, dos culturas extremas, apenas unidas por unos símbolos ajados, deshilachados al viento. Cómo extrañarse de lo sucedido últimamente, de la escisión irreparable entre los sibaritas que se beben el mundo y los que no han aprendido a cortar el cordón que les une a su brutal dependencia. Es el Reino Unido, pero también es Francia, y EE UU y España. Hasta ahora la cultura, el refinamiento, era una forma de control, una barrera, una prueba de acceso. Pero la barrera se ha roto. Ahora cualquiera puede enviar al viento la mayor burrada. Hay ojos que leen a Keats y el último esputo del rencoroso sin hallar diferencias. Escuchar a Britten no añade valor para desechar la papeleta de Trump. 

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