Es
difícil ver un debate político sin tomar partido. Imposible casi.
Es como en los partidos de fútbol, los vemos para que la emoción
nos encienda. No debería ser así en política, pero es inevitable.
Ayer el populismo tuvo su chance. Otra vez. Populismo, por
definición, es el que maneja las emociones del pueblo. “Je suis la
candidate du peuple”. Pero Macron, el otro, no se arrugó. No pudo
explicar en detalle sus propuestas, pero dejó claro qué representa
y qué propone. El Estado y la ley. La libertad y la igualdad. La
Francia abierta al mundo. Europa como proyecto para Francia y para
todos los europeos. El mundo global está ahí, no se puede borrar
con un exorcismo. Pero hay una política que lo puede enfrentar
aprovechando sus posibilidades, minimizando sus amenazas. Marine le
Pen comenzó con una pose seria, respetable, pero a base de
simplificar sus eslóganes hasta reducirlos a uno solo -Macron, el
representante del capital-, se fue convirtiendo en una figura de
guiñol. Un guiñol que además convocaba a los enemigos de Europa: Trump, Putin. En los últimos minutos representó lo que realmente es, una
caricatura del miedo escondido detrás de una frontera. Es una
caricatura pero no está sola: muchos franceses, muchos europeos la
enarbolan, atraídos por las diferentes denominaciones del miedo y el
rencor: nacionalpopulistas, neofascistas, derechistas extremos,
antiglobalizadores, hasta el populismo de izquierdas desea que gane
para derrotar al representante del capital, esperando ponerse
enfrente de la populista de derechas, dividida Europa entre dos
extremos, como en los viejos tiempos.
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