En
mis manos, dos libros escritos en épocas diferentes que responden a
esos dos procedimientos. Pura anarquía y Enviada especial. En
las películas de Woody Allen suele haber una historia y una lección
moral, condimentadas con diálogos ingeniosos. Los chistes ingeniosos
hacen gracia porque están diseminados en el metraje, bien
dosificados. Es la huella del autor, su marca de fábrica. Cuando
vamos a ver una de ellas, ya sabemos lo que nos espera. El autor nos
conoce, sabe que somos su público. Escribe una historia que nos
complace, escoge a chicas bellas y elegantes envueltas en un aire
melancólico y un escenario delicuescente. Vamos al cine como quien
entrega el alma a un diablillo rijoso y bienhumorado. Algunos de sus
chistes nos hacen sonreír, pero la mayoría se los perdonamos.
Entrar
en un libro de Woody Allen no tiene nada de esa dulce entrega. Es
aburrido. También hay, por supuesto, alguna frase ingeniosa, pero le
falta la ganga que el Allen actor o director añade con los gestos,
las voces o la caricia de la actriz que nos regala por ir a ver su
película. Además, junto al chiste que nos podría hacer sonreír,
hay una retahíla de muchos otros que no tienen maldita la gracia.
Los distintos capítulos independientes de Pura anarquía no
pueden ser leídos como relatos o cuentos o historias sino como mero
amontonamiento de acudits, de ocurrencias graciosas. Sólo han
pasado diez años desde su publicación, pero un huracán los ha
convertido en granos de arena.
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