Los
poetas españoles, frente a lo que cabría esperar, crecen como
racimos en torno a una antología o a un antólogo, en torno a una
pequeña editorial o a un crítico, en torno a una revista efímera o
a un gran hombre que les presta su nombre, aunque cuando se les
pregunta afirman con celo que ellos no, que él no pertenece a
categoría alguna, a grupo alguno a estética definida alguna, que
sigue virgen como lo parió su madre. Pero sí que los hay, íntegros,
solitarios, resbaladizos, inasibles. Ayer tarde conocí a dos.
A
Karmelo C. Iribarren, a pesar de que últimamente
aparece mucho en antologías, después de tantos años, aceptando el
derecho a la integración, lo imagino detrás de la barra del bar
tratando de convertir a esa chica que acaba de llegar en un poema
breve y definitivo mientras le sirve un gintonic. La chica ni
siquiera le ha mirado pero Karmelo ya tiene el lápiz humedecido para
perfilar el primer verso en el cuaderno que tiene en la contrabarra.
Esa impresión retengo mientras lo veo esforzarse en dar de sí la
imagen de su mejor poema. Y lo logra.
No
es lo mismo leer al poeta que verlo recitar sus versos. En la lectura
solitaria se escapa la mitad del poema, el tono, la cesura entre
versos, la respiración final. Y muchas más cosas: la ronquera o
ganga, la mirada perdida que trata de recuperar aquel momento en que
surgió el poema o la mirada escondida que trata de no desvelar del
todo el sufrimiento, la decepción o el fracaso del que surgió y
que, a veces, intenta disimular ofreciendo detalles contingentes que
adornan pero no aclaran. Todos los lectores de poesía deberían
conocer al autor, incluso al autor muerto, en grabaciones, en su
biografía, en otros escritos: cartas, diarios, documentos de época,
ya sé que en contra del deseo expreso de muchos poetas que levantan
un muro entre sus poemas y su vida desgraciada, la misma vida
desgraciada de cada uno de sus lectores.
MADRID, METRO, NOCHE
Gente
exhausta,con la vistaclavadaen el suelo,
preguntándosepor la vida,la de verdad...porque no puede serque sea
solo eso...
Es
lo que intenta Albert Pla, el otro poeta de ayer, cuando sube a un
escenario, levantar el hiato entre sus poemas y su manera de estar en
el mundo. Todo poema tiende a la perfección, es decir a la
idealización del sonido, del ritmo, de la imagen forjada. Pero hemos
aprendido que la belleza ideal del clásico ya no nos sirve, en el
preciso instante en que nos alza para gozar nos hunde en la decepción:
la vida, la nuestra, no es así, aunque querríamos que lo fuese.
Albert Pla nos enseña sus poemas cantados en el mismo instante que
los hace arder, los destruye antes de su culminación. Provoca el
vuelo del espíritu y hace explotar el globo mentiroso que le hace
volar. Es un arte difícil tocar los resortes del placer mientras se
muestran los engaños de su arte, de su técnica. No sólo muestra
los trucos del poeta cantor, empezando por su insuficiente voz, su
esmirriada presencia, más cerca del payaso que del artista de
celofán, sino el harapiento tejido mental del espectador. Sabemos a
qué hemos ido quienes hemos comprado una butaca para oír a Albert
Pla, a que nos provoque. Reímos sus chanzas, su autoparodia y
esperamos que vaya un poco más allá, aunque, creo, que esta vez está
demasiado contenido, impresionado quizá por actuar en esta vieja
ciudad castellana, precedida por su justa fama.
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