domingo, 21 de mayo de 2017

Poetas


            Los poetas españoles, frente a lo que cabría esperar, crecen como racimos en torno a una antología o a un antólogo, en torno a una pequeña editorial o a un crítico, en torno a una revista efímera o a un gran hombre que les presta su nombre, aunque cuando se les pregunta afirman con celo que ellos no, que él no pertenece a categoría alguna, a grupo alguno a estética definida alguna, que sigue virgen como lo parió su madre. Pero sí que los hay, íntegros, solitarios, resbaladizos, inasibles. Ayer tarde conocí a dos.

           A Karmelo C. Iribarren, a pesar de que últimamente aparece mucho en antologías, después de tantos años, aceptando el derecho a la integración, lo imagino detrás de la barra del bar tratando de convertir a esa chica que acaba de llegar en un poema breve y definitivo mientras le sirve un gintonic. La chica ni siquiera le ha mirado pero Karmelo ya tiene el lápiz humedecido para perfilar el primer verso en el cuaderno que tiene en la contrabarra. Esa impresión retengo mientras lo veo esforzarse en dar de sí la imagen de su mejor poema. Y lo logra.

           No es lo mismo leer al poeta que verlo recitar sus versos. En la lectura solitaria se escapa la mitad del poema, el tono, la cesura entre versos, la respiración final. Y muchas más cosas: la ronquera o ganga, la mirada perdida que trata de recuperar aquel momento en que surgió el poema o la mirada escondida que trata de no desvelar del todo el sufrimiento, la decepción o el fracaso del que surgió y que, a veces, intenta disimular ofreciendo detalles contingentes que adornan pero no aclaran. Todos los lectores de poesía deberían conocer al autor, incluso al autor muerto, en grabaciones, en su biografía, en otros escritos: cartas, diarios, documentos de época, ya sé que en contra del deseo expreso de muchos poetas que levantan un muro entre sus poemas y su vida desgraciada, la misma vida desgraciada de cada uno de sus lectores.
MADRID, METRO, NOCHE
Gente
exhausta,
con la vista
clavada
en el suelo,

preguntándose
por la vida,
la de verdad...

porque no puede ser
que sea


solo eso...

         Es lo que intenta Albert Pla, el otro poeta de ayer, cuando sube a un escenario, levantar el hiato entre sus poemas y su manera de estar en el mundo. Todo poema tiende a la perfección, es decir a la idealización del sonido, del ritmo, de la imagen forjada. Pero hemos aprendido que la belleza ideal del clásico ya no nos sirve, en el preciso instante en que nos alza para gozar nos hunde en la decepción: la vida, la nuestra, no es así, aunque querríamos que lo fuese. Albert Pla nos enseña sus poemas cantados en el mismo instante que los hace arder, los destruye antes de su culminación. Provoca el vuelo del espíritu y hace explotar el globo mentiroso que le hace volar. Es un arte difícil tocar los resortes del placer mientras se muestran los engaños de su arte, de su técnica. No sólo muestra los trucos del poeta cantor, empezando por su insuficiente voz, su esmirriada presencia, más cerca del payaso que del artista de celofán, sino el harapiento tejido mental del espectador. Sabemos a qué hemos ido quienes hemos comprado una butaca para oír a Albert Pla, a que nos provoque. Reímos sus chanzas, su autoparodia y esperamos que vaya un poco más allá, aunque, creo, que esta vez está demasiado contenido, impresionado quizá por actuar en esta vieja ciudad castellana, precedida por su justa fama.

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