viernes, 26 de mayo de 2017

Cáscara de nuez, de Ian McEwan

 "O God, I could be bounded in a nutshell, and count myself a king of infinite space, were it not that I have bad dreams." (Shakespeare, Hamlet).

         Ian McEwan se lo ha pasado en grande escribiendo su última novela. Y yo leyéndola. Dueño de una técnica y de un conocimiento de la tradición difícilmente superable, esta vez se permite el lujo de jugar con Shakespeare. El epígrafe que abre la novela: "Oh, Dios, podría estar encerrado en la cáscara de una nuez y sentirme rey del infinito espacio... de no ser porque tengo malos sueños”, se refiere a Hamlet, y el Hamlet que McEwan concibe lo hace al pie de la letra: es el narrador que nos cuenta la historia desde la almendra del útero. Hamlet es el nonato que desde las paredes del vientre materno, el nutshell a que se refiere el epígrafe, escucha como su propia madre, Trudy y su tío, Claude, urden un plan para asesinar a su padre, John. Como en el Hamlet original hay veneno, el glicol que deslizan en un smoothie, y como en Shakespeare McEwan escancia sus versos, esta vez prosificados. No solo escancia los versos ritmando la prosa para que suene como sonaba en el metro clásico, atribuyendo a cada uno de sus cinco personajes, los cuatro mencionados más Elodie, una Ofelia aquí algo menos reconocible, una medida distinta, sino que organiza los capítulos atendiendo a la mínima acción de cada uno de los personajes por separado, porque no importa tanto lo que estos hacen como los deseos y los dilemas morales a que se enfrenta el nonato ante el asesinato de su padre: nacer o no nacer, claro, en primer lugar, aunque no muestra duda al respecto, porque como nos dice en uno de los pasajes más brillantes, ahí al otro lado del vientre materno está el único paraíso conocido y posible, y, también, vengarse, venganza clara en el caso de su tío Claude, pero quizá no tanto en el de su madre asesina a quien ama porque le va la vida en ello.

          Pero el Hamlet nonato no sólo trama la venganza sino que en su continuo discurrir, ese pensar y soñar sin pausa propio del Hamlet clásico, se permite decir lo que no le gusta del mundo en el que va a nacer, en qué país le gustaría nacer, qué vinos probar o satirizar la envoltura maloliente en que viven sus progenitores, esta sociedad decadente de Europa, o señalar las odiosas acciones de los nuevos milenaristas que llegan de oriente y que siguen en la labor de calcinar la tierra como han hecho la fe y las utopías desde el siglo X al XX, pero sin duda, no quiere perdérselo, quiere que le den la oportunidad de salir y vivir:
Llévame contigo, suelta el lastre. Dame mi oportunidad, mi más allá, el paraíso en la tierra, incluso el infierno, un piso decimotercero. Lo acepto. Creo en la vida después del nacimiento, aunque sé que es difícil separar la esperanza de la realidad. Algo más corto que la eternidad bastará. ¿Setenta? Envuélvamelos, me los llevo”.

         La tragedia convertida en comedia, donde la ironía y el sarcasmo brillan como pocas veces nos es dado contemplar en la narrativa contemporánea. La delicia de la inteligencia narrativa en acción. Una obra maestra.

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